por Luis E. Sabini Fernández
Con motivo del Día Mundial de la Alimentación, 16 de octubre, que patrocina la FAO, esta red mundial perteneciente a la ONU ha hecho públicos los guarismos de hambre y obesidad mundiales: 811 millones de seres humanos y 665 millones, respectivamente.
Podríamos decir, que si antes teníamos un gran problema –el hambre− ahora tenemos dos.
En el penoso tema del hambre, se puede, en rigor es necesario, distinguir el hambre endémica, tradicional, que castigaba a todas las poblaciones humanas (y en general vivas) del hambre moderna, resultado de la interrrelación asimétrica entre sociedades y pueblos, lo que se conoce históricamente como colonialismo e imperialismo.
La primera hambre histórica tiene que ver con la escasez de nutrientes y la humanidad la ha ido resolviendo con sus piernas, en una primera y muy prolongada era, de migraciones, y con su propia inventiva, poco a poco, que le fue permitiendo reconocer alimentos saludables y facilitar su crecimiento; la agricultura y la cría de animales domésticos. Si el recurso de las piernas fue usado durante un millón de años, el de la cría de animales y cultivos no tiene más de diez mil años.
En ninguno de tales momentos, la obesidad fue un problema; al contrario; basta ver lo que nos ha permitido conocer la fotografía desde mediados del s. XIX, apenas desde hace 150 años, para advertir que los oriundos o establecidos de cualquier lado tenían cuerpos sin grasa, piernas musculosas.
La segunda variante del hambre, poco tiene que ver con la escasez y mucho con la rapacidad humana: el colonialismo fue un proceso mediante el cual un pueblo dominando se apropia de excedentes, o no tanto, de un pueblo dominado. Frances Moore Lappé,[1] una investigadora norteamericana, ha registrado que los años de mayor hambruna en la India a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX, coinciden con los años de mejores cosechas. ¿Cómo es eso? Porque los años de cosechas excelentes eran los que aprovechaban los ingleses para cargar sus barcos y llevarse “a casa” tal producción.
Así que el hambre moderna tiene que ver mucho con el poder y la política. Veamos lo que pasa con la obesidad.
Lars Berg,[2] un estudioso sueco nos habla que el pasaje del mundo de las migraciones a la sedentarización significó una primera revolución alimentaria.
No hay empero un corte entre la sociedad más primitiva y la asentada, porque actividades como el cuidado de animales domésticos se va gestando en aquel mundo nómade, y por ese lado, el ingreso de lácteos y de carnes de animales domésticos en la dieta humana estaba ya presente antes de la sedentarización y la agricultura.
De todos modos, lo que Berg caracteriza como primera revolución alimentaria es el pasaje de una dieta basada en la recolección de frutos, vegetales y animales, pesca y caza, a una alimentación más bien basada en cereales y lácteos (y carne, cada vez menos de caza y más de animales domésticos, domesticados).
Y Berg nos dice que con la modernidad a pleno, en el cambio de siglo del XIX a XX, y fundamentalmente en EE.UU., se produjo una segunda revolución alimentaria. Ya no regida por la escasez sino por la abundancia. Las dietas de los habitantes romanos, medievales y decimonónicos se parecían más entre sí que con la dieta que se va imponiendo en la modernidad tardía, american. Esta dieta, hoy día la nuestra, se caracteriza por disponer de mucha más grasas y azúcares.
Esos ingredientes, aclara Berg, son muy apetitosos. La gente se tienta más. En EE.UU., para promover el consumo, para agrandar ganancias de los productores, se ha empleado la política; por ejemplo, se ha dispuesto el agrandamiento de los diámetros de los platos a 30 cm, para dar “sitio” a porciones mayores.
Con esta “segunda revolución alimentaria” empezamos a comprender más fácilmente el origen de la obesidad moderna.
Pero ahora tenemos, como dijimos, dos problemas. ¿Por qué se nos suman, complicando un cuadro de por sí ya atroz?
Aquí entra en juego cada vez más clara y decisivamente la cuestión de la rentabilidad y la tecnología. La modernidad nos muestra que el capital se agranda y expande con el uso de tecnología. La tecnología usada al servicio de la rentabilidad. Se trata de producir alimentos rentables, no (necesariamente) sanos. Incluso más, si la tecnología produce alimentos insanos, pero de mayor rendimiento, ¡adelante! El criterio declarado será la salud, pero el practicado será la rentabilidad.
Si los aditivos que prolongan la durabilidad de un alimento, son tóxicos, se usarán igual. Si los empaques que se usan para transportar alimentos para extender su alcance, son tóxicos, se usarán igual. Si los ingredientes que se agregan a un alimento para facilitar determinados procesos (de estiba, de conservación, de apariencia de frescura) son tóxicos, se usarán igual, si mejoran la rentabilidad.
¿Cómo es eso posible, admisible? Desde hace décadas lo conocemos: mediante la asignación de “límites de seguridad”. Si el veneno es chiquitito, se podrá usar, hasta determinado límite.
Claro que nuestros cuerpos van a ir recibiendo pequeñísimas magnitudes de cada tóxico, pero una cantidad inimaginable de veces y tóxicos en todos y cada uno de nuestros alimentos.
Esa sinergia no se mide. Ahí está una al menos de las trampas que le permite a cada industrializador de alimentos mantener su conciencia tranquila y sobre todo, no sentirse un delincuente, que es la tipificación de cualquier ser humano dedicado a intoxicar a otros.
¿Qué está pasando en nuestras sociedades (un proceso que con diferente intensidad y tiempos distintos abarca a todo el planeta)? En primer lugar, un proceso que hemos llamado de campesinicidio. La eliminación progresiva de quienes están dedicados a la producción rural en unidades pequeñas. Y su sustitución por la agroindustria que en nuestro país se atribuye la calidad de “agricultura inteligente”, una forma elegante de decir que la cultura campesina es de imbéciles.
Aunque justamente la agricultura de los pequeños cultivadores y granjeros da lugar a la producción de alimentos con menos agregados químicos, y es la agroindustria −que se considera “inteligente”− la que se ha “casado” con los desarrollos tecnológicos de mayor avanzada, valida de una enorme batería de productos químicos, que cada vez más, está imposibilitando una alimentación sana. Porque lo que los progresistas creen “parte de la solución” ha resultado también parte del problema. Porque se ha tratado de un desarrollo tecnológico movido por la rentabilidad y no, por ejemplo, por la salud planetaria.
La expansión desenfrenada de la agroindustria, que nuestros políticos progresistas ven natural y positiva, es la que nos está dando alimentos cada vez más problemáticos, pero eso sí, con abundancia de grasas y azúcares. Lo que los dietólogos denominan “comida chatarra” y, podríamos agregar, el “mundillo de las golosinas”.
El avance de comida con enorme peso de productos químicos, de cultivos transgénicos, de uso cada vez mayor de plaguicidas y fertilizantes, ha ido generando una cultura de la góndola, y quebrando la cultura de lo artesanal (maduraciones y desecados, por ejemplo, naturales, en lugar de procesos estimulados y ayudados con aditivos y “maravillas” tecnológicas).
En muchas familias de origen rural es fácil rastrear ese proceso: cuando muere quien hacía los dulces caseros, los embutidos caseros, los encurtidos, las pasas de frutas y verduras, el secado de hongos, quienes han vivido en esa familia, si son jóvenes, suelen abandonar todo ese trajinar y pasan a comprar, a buscar en la góndola “lo mismo”. El detalle es que lo que ofrece la agroindustria y los grandes consorcios transnacionales dedicados a la alimentación, no es lo mismo.
El abuelo hacía en casa pan fresco. Dos días después, hacía otra vez pan fresco. Grandes transnacionales te ofrecen “pan fresco” todos los días, elaborado hace semanas o meses… ¿cómo pan fresco? Porque no es pan fresco, pero parece. Está igualmente tierno, ¿entonces? ¿Magia? No, aditivos. ¿Saludables? No tanto, pero es legal, porque está por debajo de los límites de seguridad que las autoridades bromatológicas han establecido.
¿Pero entonces, ¿es tan saludable?
A la obesidad me remito. Para abrir siquiera una discusión celosamente escamoteada por reformistas, progresistas y tantos titulares de la fraseología burocrática de organizaciones tipo FAO, que en cada encuentro mundial parecen haber descubierto la piedra filosofal de la cuestión alimentaria que tendrán que sustituir en un próximo encuentro…
[1] Frances Moore Lappé, L’industrie de la faim, Éditions L’etincelle, Quebec, Canadá, 1978.
[2] Lars Berg, “El estómago, los alimentos y el poder”, futuros, no 6, Río de la Plata, 2004.