por Luis E. Sabini Fernández –
El sionismo no es solo un movimiento político dedicado a reconquistar tierras que bíblicamente habitaron hace milenios judíos (y tantos otros pueblos); tampoco es solo una alianza que tejieron sionistas de las corrientes más afines a Herzl con imperios y/o con configuraciones imperiales que facilitaran los propios fines; tampoco es solo el esfuerzo de judíos por romper con el shtetl y su mentalidad que tantos judíos en los comienzos de lo que se llama la modernidad o nuestro presente, veían como inaceptable, dependiente o parasitaria.
El sionismo es todo ello, sí, pero encarnado de un modo peculiar, enraizado inevitablemente en rasgos judíos más permanentes que tales plataformas programáticas.
Puede tener que ver con la chutzpah, que se suele traducir por insolencia, desenfado y hasta inescrupulosidad.[1]
Puede tener que ver con la definición de Isaac Leib Peretz, judío polaco que a comienzos del siglo XX, ante el avance cada vez más avasallante y firme del sionismo dentro de la judería nos hablara de su temor de que ese movimiento adopte la forma y el estilo del gato que mata por estrangulamiento sin dejar rastro de sangre, es decir que asesina como si no lo hiciera.[2]
Puede tener con los mistarvim, aquellos patriotas del sionismo que aprendieron a imitar a los palestinos natives, a usar sus ropas y el idioma árabe con el acento preciso, que se infiltraban en el tejido social palestino, tradicional y no politizado, para hacer estragos mediante atentados de enorme crueldad (hacer volar por entero un taller mecánico; uno de los ejemplos que expone el historiador de origen judío Ilan Pappé).[3]
Apenas ejemplos de cómo los sionistas fueron empleando diversos recursos y artimañas para obtener su objetivo: el asentamiento en la bíblicamente llamada “Tierra Prometida”.
Y bien: Marcos Aguinis (MA) despliega a su vez, “diversos recursos literarios” en su novela. Refugiados, que nos animamos a comparar con los recién reseñados.
Ya es llamativo que un sionista tan conspicuo se introduzca en el personaje protagónico, un palestino refugiado. Indudablemente lo hace como un desafío literario y psicológico de fuste y estimo que su inocultable soberbia le hará considerar lo suyo como proeza estilística y no como abuso manipulador de sus adversarios políticos.
El recurso fundamental y reiterado, aunque bajo distintos ropajes, es el razonamiento por analogía, que ya sabemos esconde muchas trampas. MA exhibe y expone la peripecia de refugiados muy diversos; los alemanes del Volga, los griegos de la guerra greco-turca, los armenios de la Gran Turquía, los búlgaros. Si su visión no fuese tan eurocentrada, podría haber agregado las migraciones dramáticas vividas por los kalmukos en Asia o las de tantas etnias norteamericanas desplazadas por el poblamiento noreuropeo. Suma de todos modos, al atroz collar de las migraciones forzosas, la de los propios alemanes al fin de la Segunda Guerra Mundial, abandonando las tierras en donde progresivamente se habían ido alojando, tanto las pobladas mediante asentamientos desde siglos anteriores como las ocupadas cuando la expansión nazi (dimensiona este penoso capítulo en unos diez millones de desplazados y en unos 2 millones los muertos (empequeñeciendo numéricamente la peripecia palestina).
Obviamente, aunque las diversas situaciones del protagonista lo hacen perdidoso ante las apabullantes comparaciones de sufrimientos, asesinatos y privaciones, el autor escamotea abordar la cuestión en sí, el despojo sobre los pobladores árabes palestinos (casi todos musulmanes), despojo a menudo violento y con violaciones y asesinatos como antídoto a la resistencia. Y pequeño detalle agravante, lo hace enalteciendo permanentemente a quienes procedieron al saqueo y a las acciones que han convertido en refugiado al protagonista. Los sionistas no sólo son exaltados como personas moralmente intachables, intelectualmente deslumbrantes ─como la israelí (por adopción) que impacta en el protagonista que termina enamoradísimo de esa combinación de belleza, sabiduría, conocimientos, bondad, solidaridad, dignidad, sensatez, serenidad… Es infrecuente conocer todas tales cualidades juntas en una persona, pero que aquí se concentran maravillosamente haciendo de la deslumbrante Myriam un arquetipo.
MA se vale de muchos recursos para enaltecer lo israelí así como para menoscabar lo palestino, y lo árabe. Los personajes de ese origen (palestino está sólo el protagonista) son dogmáticamente severos pero sexualmente codiciosos y abusivos varones que de buena gana procuran raptar a Myriam para violarla, o licenciosos que han encontrado el filón de su atractivo sexual para ir perforando vaginas de chicas del lugar, que por cierto acuerdan más que gozosas tales encuentros. Este segundo tipo de personaje es apenas más aceptable que el primero, por su narcisismo (y hasta puede sonar realista en los medios estudiantiles universitarios).
El protagonista conoce a su primer extranjero en Alemania, el país que lo ha aceptado como refugiado, como médico egresado (pingüe negocio para el país anfitrión).
Ese primer extranjero es un personaje generoso, no sectario que lo trata muy bien, “aun sabiéndome árabe”. El protagonista está en guardia. “Lógico”. Porque Jorge es judío, chileno, con “natural amplitud y falta de prejuicios”. Explica que en Chile “conviven inmigrantes de decenas de países que se respetan”, lo cual deslumbra a nuestro protagonista que no había conocido en Palestina, en Jordania, en Líbano, más que árabes, árabes y árabes…
Claro que el desprejuiciado médico chileno omite recordar que esa amplitud con inmigrantes no existe en absoluto con los anfitriones, los involuntarios y despojados anfitriones, los mapuches. Esa omisión, esa ceguera en rigor no es del personaje chileno sino del autor. Ese olvido muestra la inconsciente identificación de palestinos y mapuches… y la vigencia del eurocentrismo.
Tan marcado es su “pensamiento doble” que por un lado revela la ecuanimidad del protagonista para atender como médico a cualquier humano (se le pide hacer un acto quirúrgico a un judío, lo que realiza como corresponde) en tanto sabemos de tantos médicos sionistas que se niegan a ejercer sus conocimientos, su juramento hipocrático, con palestinos o árabes o que han llegado al extremo de asesinar decenas de musulmanes orantes, como hizo el médico judío fundamentalista Baruch Goldstein.
Empleando el razonamiento victimista del que se hiciera maestra Golda Meir ─que se enojaba con los jóvenes árabes que obligaban a los jóvenes judíos (pertrechados a guerra) a matarlos─, el personaje judío operado por el protagonista le espeta:
“[…] Actuamos en consonancia con nuestros sentimientos: yo me siento amigo de los árabes y usted se siente enemigo de los judíos. Yo estoy tranquilo y usted tenso.”
MA no se siente panfletario; le concede al “adversario” buen juego. El palestino responde muy apropiadamente: “Se los asesinó, se les quitaron las tierras, se los expulsó y luego somos amigos!”
La réplica es difícil, por eso MA pone apenas como réplica:
“-Usted no lo pinta muy equilibradamente.” E inmediatamente cae en la analogía, la competencia: ─“si usted se siente un expulsado, recuerde que los judíos han sido expulsados no sólo una , dos o diez veces, sino sistemáticamente a lo largo de toda su historia […]”.
Continuando el contrapunto, el judío (que resultará un abnegado transportista de refugiados judíos a Palestina en los ‘40 que lo llevará in extremis a adoptar una beba huérfana) le “explica” al Refugiado protagonista: “Los judíos tenemos derecho a afirmar, entonces, que son los árabes, con apoyo inglés, los que nos usurparon dos tercios de la Palestina original…”
MA escamotea la íntima relación entre el sionismo y el colonialismo británico que no sólo testimonia el mismísimo Herzl en su libro clave, sino que se continúa en el tiempo, trágicamente, como cuando el levantamiento palestino contra el establecimiento sionista en Palestina a mediados de la década del ‘30; entonces y durante tres años, los ingleses y sus protegidos judíos enfrentarán la violencia palestina con más violencia todavía (el tendal de muertos es incomparablemente mayor entre los árabes palestinos que entre sionistas e ingleses).
Padre adoptivo e hija deslumbrante resultan provenir de la misma ciudad que el protagonista, Ramleh. Cuando aquellos tienen que informarle que la calle natal del protagonista y su vecindario, de unos cien habitantes, ya no existe, le explican, que ahora viven dos mil, que le resultaría irreconocible, y que tal “es la ley del progreso”.
MA va levantando la temperatura del relato pausada y profesionalmente. Los estudiantes árabes irán extremando su crítica pública a Israel, la heroína que ya describimos irá siendo expuesta cada vez a mayores peligros y el protagonista irá revelando las miserias de su pasado, de la sociedad en que nació y se crió. Resulta ser casado, en rigor viudo. Porque el matrimonio por encargo entre hijos de hermanos no se consumó (él estaba estudiando, lejos, medicina, y probablemente la flamante y núbil esposa no tenía permisos de residencia para estar con él). El protagonista no sabe por qué, y si realmente antes de ser viudo su prometida se entregó a otro, pero lo cierto es que al hermano de su esposa le toca el mandato familiar de asesinarla para limpiar la sangre o el apellido. Cuando el médico flamante vuelva al asentamiento, ya no tendrá la prometida y se alejará. Conseguirá el estatuto de refugiado en Alemania.
Cada vez se debatirá más dramáticamente entre sus raíces dolorosamente expuestas, el deslumbramiento que vive con Myriam y los mandatos de la cofradía árabe dogmática en Friburgo, su ciudad de adopción.
Con su reaccionarismo extremo, MA se permite ironías contra los que lanzan “epítetos furibundos” contra el Amerikanismus, es decir contra la norteamericanización de las costumbres en Alemania y modos cotidianos que la potencia hegemónica mundial expande sobre todo el mundo. Se comprende: es tal la identificación Israel-EE.UU. que una crítica al Amerikanismus lo afecta directamente.
Palabras que MA atribuye al protagonista definiendo su lucha política: una “larga y fúnebre lucha contra el sionismo. Una lucha triste. Sangrienta. Trágica.”
Y los árabes refractarios a Israel, cuando llega el momento de la verdad impugnando un acto “cultural” israelí en Friburgo exclaman: “-¡Fuera cerdo judío! poniendo en boca de árabes de fin de siglo la carga de nazis de mediados de siglo.
Este contrabando ideológico permea todo el libro.
Relato abusivamente proyectivo. MA atribuye a los árabes exiliados en Friburgo una capacidad de maniobra muy peculiar luego de provocar un desorden ante la presentación de un representante israelí, con escaramuzas, golpes, desbandada e intervención policial.
Los árabes organizan una versión, una posverdad diríamos hoy: hacer “creer ¡que los árabes caímos en una trampa! Fuimos a un acto donde grupos organizados de sionistas provocaron el disturbio para achacárnoslo. Silverman es sionista y obró como parte de ese mecanismo diabólico.”
El protagonista observa que el chileno “Silverman no es sionista. Y lo único diabólico es la mente de Omar.”
Ya tenemos en Omar el provocador, el violador y el manipulador.
Observe el paciente lector que Omar además debe ser estúpido. Porque se trató de un acto organizado por la embajada israelí y los Omar pretenden hacerle creer a la sociedad alemana que fueron pacíficamente a escuchar (y aplaudir) y que los sionistas armaron una trifulca!
Para completar el universo de la maldad árabe, Omar tiene “contactos” con la embajada egipcia y logra que sus representantes hagan un comunicado con esa versión (la estupidez además es contagiosa).
Y el confidente del protagonista cuenta con cierta receptividad para la versión: “Quien tiene sentimientos antijudíos creerá en nosotros sin tapujos.” Ya hemos perdido la lucha antisionista y anticolonialista y estamos en pleno antisemitismo.
Cuando se lo conmina al protagonista a que acuse a su colega y amigo, el judío chileno Silverman, el protagonista se defiende y se define: “-No está en mi temperamento levantar una calumnia contra nadie […].” MA sabe enaltecer al protagonista para mejor distribuir sus dardos. En la galería de los personajes árabes tenemos todas las ignominias: el padre de Omar, el organizador del escrache a la embajada israelí y violador frustrado de la heroína del relato, es un militar, con una leyenda de haber luchado hasta morir, que resulta ser un vencido de 1956 en Suez, prisionero de Israel e invitado a vivir, a convivir, en casas de familias judías, hospitalarias. Sin humillaciones, sin guardias, invitándolos a cierta cooperación entre árabes e israelíes. Y, obviamente, a su vuelta a Egipto, queriendo renovar a su país, sacarlo del marasmo del reinado de Faruk, fue “ejecutado ignominiosamente”. Masacrado por la cúspide corrupta de su gobierno.
MA nos cuenta entonces de Omar: “El dolor por la muerte de su padre en el cadalso se canaliza a través de un odio casi animal contra los judíos.” La fineza moral de MA lo obliga a poner “casi”. Porque todo lo que conocemos de Omar hasta entonces lo califica como un perfecto animal, con perdón para todos los animales.
“La Organización de Estudiantes Árabes de Friburgo: […] los medios que utilizarán en la lucha contra Israel no serán teóricos ni académicos, sino que se echará mano a todos los recursos lícitos o ilícitos.” El pensamiento proyectivo de MA atribuye a los palestinos lo que Israel ha usado siempre desde su fundación y el sionismo desde antes. Recursos lícitos o ilícitos, permanente e indistintamente.
El inefable MA sostiene, sin revelar que es un chiste, que “los judíos […] pudieron crear un estado, y sin el apoyo permanente de ninguna potencia.” En todo caso, decide saltear las ayudas rotativas… en los inicios Turquía, luego el Reino Unido y desde los ’40, EE.UU. aunque compartiendo en los inicios la protección con Francia y el Reino Unido, para finalmente, desde los ’60, situarse bajo la protección exclusiva de EE.UU. Como daba a entender Ariel Sharon, la decisión de por cual potencia se hacía proteger quedaba a cargo de Israel, y los términos de la “asociación” también…
En fin, MA no puede con su humildad. Desde su sitial observa que los hermanos del protagonista, es decir los palestinos están en un pozo. Pero no un pozo arteramente cavado por el sionismo con el apoyo de los grandes poderes regionales y mundiales, sino “un pozo lleno de mitos, maniqueísmos y odio estéril”.
En sus incursiones ideológicas y psicológicas MA nos explica: “Un nazi puede estremecerse por la herida que afecta a la pata de su perro y una hora después ejecutar fría y sistemáticamente a cien niños.”
Mutatis mutandis tendríamos que recordar que un sionista puede herir, despreciar, ultrajar, a un palestino, a cien palestinos ─muchos lo hacen cada día─ ¿y por qué no, matarlos?, y llegando a su hogar, saludar cariñosamente a sus hijos. Porque los miles de palestinos muertos en los últimos años, civiles y niños, no fueron matados por extranjeros… ni por palestinos.
Contando la historia siempre por la mitad, y una mitad que realce a los victimarios, MA nos recuerda que “en el extranjero admiran a nuestros labradores que cultivan en la proximidad de la frontera bajo la amenaza de las balas”. Lo que escamotea este encubridor es que históricamente fueron los sionistas los que empezaron a balear a campesinos palestinos desarmados. Los expulsados en 1948, campesinos inmemoriales, no podían creer lo que les estaba pasando; su apego a la tierra era tal que procuraban retornar en las noches a sus cultivos con alguna pala o azada para cuidarlos. Los centinelas israelíes los esperaban, agazapados, y jugaban al blanco con ellos. Y así asesinaron a unos cuantos de los recién expulsados…
Hasta el sentido estético árabe palestino esta despreciado sin decirlo, apenas colocando “la palabra” indicada: para la boda, la prometida del protagonista es vestida “chillonamente” y con “relieve artificial” en sus ojos. No podríamos decir que la mirada del novio en cuya boca se sitúan estas palabras es de embeleso… se refiere al rostro “pintarrajeado” de su prometida y trata a su suegra de “estúpida”.
Manteniendo las comparaciones como método de análisis y vía de juicio, MA nos explica que Francia y Alemania “no podían soportar el roce electrificado de sus fronteras comunes”, pero los árabes no son capaces de “vivir armoniosamente con los judíos.” No hay mayor extravío que comparar la relación de franceses y alemanes con la de árabes palestinos e israelíes.
Es inútil buscar en los renglones de MA algo que respete la historia: si son “los judíos [los que] encabezaban la lucha contra el colonialismo británico en la región […].”
MA pone en palabras de la protagonista judía un sugerente pensamiento, que reitera el ombliguismo que nutre la noción de pueblo elegido: “-Ningún pueblo comprendería mejor a los árabes que el judío. Estoy convencida. Los judíos hemos padecido infinitas torturas […].” Si es por sufrir, ¿qué dejamos para yaquis, mapuches, guaraníes, onas, charrúas, kollas, mandingas, somalíes, zulúes, bantúes, bengalíes, yemenitas, hereros, karen, cheroquis, tzoziles, yanomamis, bereberes y tantos, tantos otros pueblos, etnias diezmadas, aniquiladas?
Pero con MA es imposible argüir; sus argucias le permiten blasonar como defensor incondicional del sionismo y a la vez sostener en la voz de Myriam que “tendrían que haberse repartido el país”, Palestina, “un estado palestino con mayoría árabe junto a un estado israelí con mayoría judía”.
Es archisabido que el planteo sionista fue, desde el comienzo, adueñarse de todo. Incluso más, no solo de la Palestina histórica sino de lo que se llama ahora Jordania (y de unos cuantos territories aledaños, algunos ya ingresados, temporal o permanentemente, dentro de las fronteras israelíes…)
Cuando se desata el drama, los árabes dan una prueba más de su doblez y deslealtad aguiniana; se apresuran en denunciar a nuestro protagonista como asesino de la mujer que habían codiciado como bocado sexual.
Obviamente, la Nakba es producto de las calumnias y exageraciones de la prensa árabe pintando a los sionistas como asesinos seriales y horrorizando así a la poblaciòn casi sin armas, describiendo las expulsiones como “atrocidades”, etcétera.
Las parejas árabes de la novela destilan odio, incomprensión, abusos: no sólo la del protagonista se liquida como vimos mediante asesinato ritual; la de sus padres se aniquila mediante los golpes que el padre propina a la madre y el llanto consiguiente de ella. El padre termina repudiándola… por el llanto.
El protagonista conocerá en los campamentos, ya sin su madre, a otros refugiados. No eran palestinos, claro. Por ejemplo, hizo amistad con un niño egipcio: “Durante el Mandato británico vinieron numerosas caravanas de sirios y egipcios atraídos por los elevados salarios que pagaban los sionistas. De modo tal que muchos palestinos no tenían un fuerte arraigo ancestral en esta tierra. ¿Explica esto la facilidad con que aceptaron evacuarla?” MA elude las violaciones a las mujeres, los asesinatos de los varones, absolviendo de toda culpa a los sionistas. Una vez más.
MA nos enseña incluso que los sionistas eran más natives que los inmigrantes árabes más o menos recién llegados.
Si esto se da de patadas con la historia, puesto que el sionismo era muy celoso de no dar trabajo a no judíos (aunque por un tiempo coexistieron, tal vez dentro del mismo sionismo, judíos que efectivamente usaban mano de obra palestina, mucho más barata que la judía), a MA lo tiene sin cuidado.
La historia que escribe no está vinculada con la verdad, sino con la propaganda. Cincelada con mucha erudición, con pasajes mostrando su conocimiento europeo, “de mundo”, todo puesto al servicio de un objetivo no explícito: justificar al Estado de Israel.
El campamento palestino es una suma de miserias que no están provocadas por la toma del territorio, el terror, las privaciones consiguientes, sino por la “cultura” árabe que incluye, por ejemplo, ablación de clitoris.
La novela remata con una ordalía de sangre en donde los palestinos quedan desplazados a planos secundarios. Porque el asesino de Myriam es un nazi. Histórico. Un médico nazi, reciclado en la nueva Alemania. Con ello, MA mezcla los estamentos de la mitología con los de la historia.
Los nazis asesinaron, no el mítico “6 millones”, pero sin duda una enorme cantidad de judíos, entre 1938 y 1945. Pero, ¿asesinaron los nazis algún otro judío desde entonces? No tengo noticia. Pero MA otorga este escenario como un final a toda orquesta.
Con los “máximos” protagonistas, bien hollywoodenses, nada con personajes de segunda, como los árabes…
[1] Dershowitz, A., Chutzpah [1991], Edit. Planeta,, Buenos Aires, 1993.
[2] Peretz, I. L., Esperanza y temor [1906], Asociación Racionalista Judía, Buenos Aires, c:a 1947.
[3] Pappé, I., La limpieza étnica de Palestina [2006], Edit. Crítica, Barcelona, 2011.