por Luis E. Sabini Fernández –
Esquemáticamente, hay dos formas de enfrentar las dificultades que se han presentado “inopinadamente” este enero y febrero; el cuestionamiento a la política del gobierno hacia “el campo” y el recrudecimiento de violencia en las calles.
El gobierno ha desechado los reclamos inicialmente y luego se avino a alivios fiscales en el primer caso y en el segundo, ha sopesado cómo atender y/o enfrentar a pobres embravecidos por las privaciones o estropeados por la droga.
Otra opción es rastrear orígenes. Ver así la clave de estos dos problemas en una causa. Casi todos los habitantes de barrios empobrecidos de la capital, vienen o han venido “del campo”. “−Mi viejo laburaba con ovejas, las esquilaba, las cuereaba… pero quedó sin trabajo… se acabaron los asados de cordero y anduvimos yirando… en Guichón, en Paysandú y ahora en el Manga…
Con el sacudón de Durazno en enero se ha repetido hasta el cansancio: en los últimos diez años han desaparecido 11 000 producciones agropecuarias; el 90% pequeñas y con ello, han desaparecido entre 100 000 y 200 000 pobladores rurales.
¿Dónde están? En Montevideo, en Casavalle, Piedras Blancas, Manga, Conciliación, Casabó, Maroñas, Marconi, Malvín Norte…
¿Qué es lo que expulsa la población del campo? Desde tiempo inmemorial: la gran propiedad. Antes era el latifundio. Ahora, las agroindustrias. Aquél, alambrando campos, expulsaba población que no “necesitaba”; éstas, mediante tecnificación, globalización, mercado mundial.
Pero ahora se ha presentado un nuevo factor en juego: la agroindustria acrecienta productividades “racionalizando” mano de obra, pero sobre todo, contaminando suelos y aguas.
Es el estado actual del Uruguay: uno de los países mejor irrigados del planeta, pero como un reconverso rey Midas, la agroindustria hace mierda el agua que toca.
Pero no es mierda. La mierda, en un organismo sano, es apenas el residuo del cual se desprenden los organismos vivos; la tierra agrícola se prepara como potrero de vacas, cabras u ovejas: ese estiércol favorecerá los cultivos.
La agroindustria es un rey Midas que no hace ni mierda ni oro; hace dólares y veneno. Lo segundo es un subproducto inevitable. Por eso es tan peligroso exaltar “las virtudes” de “la revolución tecnológica”: como con las vaquitas de Yupanqui, los dólares son para los agroindustriales y el estado; el veneno, para el pobrerío.
De los acontecimientos sonados en enero y en febrero de 2018 pasar a causas mediatas no significa ignorar eslabones intermedios, desde los cuales a menudo hay que operar sobre la realidad. Pero con este abordaje optamos por tratar de ir al fondo de los problemas, no arar en el mar.
La intensificación decisiva de la agroindustria fue impulsada desde las usinas ideológicas del USDA (Ministerio de Agricultura de EE.UU., por su sigla en inglés), a mediados de los ’90 para, “las praderas norteamericanas y las pampas argentinas”.[1] Ésa es la razón por la cual durante el siglo XX hubo solo dos países con cultivos “industriales” de soja transgénica en todo el mundo; EE.UU. y Argentina, en ese orden. La bandera de sumisión pirata fue la de Monsanto.
La alta rentabilidad que tanto seduce a productores modernos y gobiernos ávidos de dólares tiene, tiene esa gravosa contracara: la contaminación, un verdadero pacto fáustico.
¿No vemos acaso cada vez más niños, o adultos, en la calle, en paradas de ómnibus, con deformaciones óseas, pelo ralo, niños con manos sin dedos? ¿No vemos acaso cada vez más seres humanos con miradas erráticas, extraviadas (las enfermedades mentales también figuran entre las producidas por la contaminación)? Si los que aquí vivimos no nos damos cuenta, basta preguntar a forasteros, que se asombran de la frecuencia de tales presencias.
Los que vivimos permanentemente en un sitio normalizamos situaciones que pueden resultar absolutamente anormales; el periodista italiano Gaetano Pecoraro visitó a fines de 2016 las zonas sojeras argentinas y ha vuelto a Italia espantado haciendo un informe sobre las atroces secuelas de la agroindustria.[2] En Argentina, los medios de incomunicación de masas apenas si lo han registrado.
Ese proceso, que vimos desarrollado por el USDA, ese círculo vicioso, empezó en Argentina en 1996. En Uruguay, en 2002. Ya estamos ingresando al mismo espanto.
Junto con ese proceso de “desarrollo tecnológico” tenemos también la tasa de suicidio más alta de América Latina. Los suicidios no brotan de la depresión sino de la exclusión, el desarraigo, la crisis de las relaciones socio-afectivas (y en muchos casos, también causados por la contaminación).
La alternativa, entonces, no es incrementar la agroindustria con monocultivos forestales o sojeros, con su acompañamiento inevitable de fertilizantes y plaguicidas. Algo que vemos como “solución”, para tantos referentes de los nucleados en Durazno, en enero. Para éstos, las “mochilas” pasan por los costos altos, los ahogos crediticios, los endeudamientos, el precio asfixiante de la energía. Todas esas objeciones son certeras, pero hay que asumir que encarar tales “mochilas” sirve para afianzar la agroindustria; seguir contaminando y despoblando el campo.
El éxito de los feed-lot en Argentina, donde se puede producir carne concentrando mil vacas en 1 ha convertida en un lago de excrementos las 24 hs., con las consiguientes enfermedades y matanza de vaquillonas (porque la sobrevida en esas condiciones es corta), no ha podido reproducirse (con tanto éxito) en Uruguay. Alegrémonos. Tenemos óptimas condiciones naturales para apostar a otro tipo de producción en lugar de commodities. Están las specialities, que exigen mucha mano de obra y no necesitan contaminación, ni tanto suelo.[3]
El FAEPNM acentuó la política de “modernización” y extranjerización de la tierra de la mano de una filosofía presuntamente científica, en rigor regida por los desarrollos de emporios tecnológicos transnacionales.
Durante los últimos años de la primera década del s. XXI la Bolsa Agrícola de Chicago mantuvo como estrella a la soja transgénica− su “viento de cola” aparejó un cierto éxito para gobiernos inclusionistas, como el FAEPNM, el kirchnerismo, el PT y su “hambre cero”. Ese ciclo se ha evaporado.
El FAEPNM acentuó la geopolítica de dependencia al capital monopólico transnacional que llevaban adelante los partidos “tradicionales”, en particular el Colorado, tan identificado con el centro geopolítico estadounidense. El imperio, globalizador, es insaciable.
En los ’70 se expandieron las zonas francas, reencarnación de las economías de enclave del viejo colonialismo. Otra forma de “prestar” o ceder población a empresas extranjeras. Y no solo población. Ahora también rolos…
¿Tenemos que aceptar el avance de enfermedades por contaminación, el de la locura de los frustrados, el de la pobreza sobre los desplazados del proceso de concentración económica, quebrando el espinazo del proyecto de país que, como sociedad, tanto hemos valorado?
[1] Dennis Avery, Salvando el planeta con plásticos y plaguicidas, Hudson Institute, Indianapolis, Indiana, EE.UU., 1995.
[2] Hay traducción: “Italia difunde la tragedia argentina de los agroquímicos”, El Federal, Bs. As., 3/11/2016.
[3] Ya lo explicó César Vega, agrónomo: plantando ajo se gana tanto como con soja o maíz transgénicos, pero con la centésima parte de la tierra.