Por Luis E. Sabini Fernández –
Los medios de incomunicación de masas expresan comprensible rechazo y horror ante las matanzas perpetradas por supremacistas blancos en dos mezquitas en Nueva Zelandia.
Y los más avisados, como por ejemplo Página 12 en Buenos Aires, conectan lo acontecido con el asesinato colectivo llevado a cabo por Anders Behring Breivik en Noruega que diezmó, matando decenas de participantes de un campamento socialdemócrata poblado mayoritariamente por jóvenes árabes.
Llama la atención algunas omisiones, incluso entre “los más avisados”, en este cuadro de situación. Por ejemplo, el no registro de otro atentado igualmente atroz y colectivo, cometido también en una mezquita, palestina, por un judío supremacista, hipersionista, Baruch Goldstein. La “hazaña”, entonces, resultó ser el asesinato de una treintena de orantes hiriendo a varios más, aunque algunos entre los atacados lograron reaccionar y terminaron matando a mano desnuda al terrorista (que inmediatamente pasó a la condición de mártir para sus admiradores).
No nos extraña que Página 12 no rastree ese parentesco, pero nos parece que el cuadro de situación se complica porque lo acontecido en Nueva Zelandia no sólo tiene que ver con el terrorismo blanco supremacista que a la vez se presenta como de autodefensa (porque actúan matando a lo que ellos llaman invasores; musulmanes en Europa, o en Israel) sino también con otros fenómenos de matanzas colectivas de distinta naturaleza.
Ordenando un poco cronológicamente, desde hace ya mucho y más bien en EE.UU. hay un estilo de matanzas en colegios, sobre todo a cargo de alumnos o exalumnos que incluso mereció un documental esclarecedor de Michael Moore.
Otra cuerda de asesinatos colectivos e indiscriminados proviene de los exmarines, también desde EE.UU.
Un poco más cerca nuestro en el tiempo el llamado ISIS o Ejército Islámico, una entidad fantasma que presentándose como islámica no se caracterizado por actuar contra cristianos o judíos sino contra población precisamente musulmana (Libia, Irak, Siria, p. ej., aunque también ha hecho atentados en el Primer Mundo) y que ha tenido el apoyo médico y material, por ejemplo de Israel. Ellos también desplegaron los asesinatos en masa, a menudo con sacrificio del terrorista desencadenador de la acción y a veces, también han acompañado sus atrocidades con cierta espectacularización.
Esto último parece una característica cada vez más dominante.
Y ya en el terreno de la espectacularización, entreveo dos vertientes que el supremacista Brenton Tarrant ha unido en su execrable foja:
· el furor de los juegos electrónicos tipo Fortnite denominados por sus fabricantes ─en inglés, claro─ Epic Games, Juegos épicos, con una ignorancia supina del sentido de lo épico que no consiste en matar cobardemente, por sorpresa o por la espalda;
· la puesta en acto, copiando ahora en la vida real los libretos racistas y violentistas de esos videojuegos, que tienen sin duda una intención pedagógica (aunque nos cueste pensar que lo pedagógico tenga rasgos tan violentos).
Un detalle. Mientras ABB era noruego e hizo su “acción de guerra” en Noruega, Brenton Tarrant es australiano y decidió hacer su “acto” en Nueva Zelandia. Es un elemento menor pero significativo de cierta “internacionalización” del terror blanco, otro rasgo de esta oleada de violencia.
Un corolario llamativo de este atentado a la vida, en este caso humana, sobrevenido en ese universo que desde tan lejos visualizamos idílico, es la visión que desde el gobierno la premier neozelandesa, Jacinta Ardern, planteó. Se desmarcó de inmediato de semejante procedimiento: “Este tipo de violencia no tiene lugar entre nosotros. Esto no es lo que somos.”
Este último comentario es altamente significativo de la autovaloración que revela la capa gobernante de Nueva Zelandia, muy similar a la de otros países que son o se consideran del Primer Mundo (Australia, Canadá, Europa Occidental, EE.UU., Israel).
Tenemos que recordar que Nueva Zelandia, como tantos países gestados con una colonización de asentamientos (blancos), en general se han valido de muchísima violencia contra los aborígenes (y eventualmente contra otros conquistadores).
Luego de la “pacificación”, algunos estados han generado sociedades “tranquilas”, como podría ser Canadá o Nueva Zelandia. Pero incluso en tales casos, el despojo, violento o administrativo, ha proseguido. Basta conocer los testimonios de poblaciones originarias de Canadá o Nueva Zelanda para saberlo.[1]
Los países “blancos” constituidos mediante asentamientos relativamente recientes, dos siglos aproximadamente en el caso de Australia y Nueva Zelandia, y menos de cuatro en el caso de los países norteamericanos, no se han caracterizado por demasiada generosidad ni con los que estaban asentados milenariamente en tales territorios ni con nuevos arribos; al contrario, el racismo ha sido brutal, genocida.
Cuando hace unas décadas, el sudeste asiático expulsó población, por razones políticas y económicas, como Vietnam luego de la unificación (1979), e incluso de países bajo control de Vietnam, como fue el caso de la etnia hoa de Camboya, las autoridades marítimas australianas, para evitar el asentamiento de dichos refugiados (genéricamente llamados “de los botes”) emplearon en algunos casos el torpedeo de dichos barcos bajo la línea de flotación, cuando estaban tan cerca de la costa como para que dejaran de navegar y no terminaran de hundirse; de inmediato se despachaban embarcaciones de rescate y se llevaba a todo el contingente a la lejanísima Diego García, una isla administrada por potencias occidentales donde eran internados, y alimentados indefinidamente, con provisiones desde Australia.
La política de tanta hostilidad ante los fugitivos significó incluso muertes, porque alguna vez no se acertó al torpedear los barcos porque éstos, en un fondo marino más hondo, terminaron hundiéndose, con lo cual se provocaron muertes indeseadas. Tal vez el método haya sido abandonado por su brutal desprecio a los derechos humanos.
Pero si vamos al Mediterráneo, vemos también lo insensato e indecente de la frase de Jacinta Ardern recordándonos que no emplean la violencia de los supremacistas blancos. Porque eso es cierto, no emplean ese tipo de violencia. Pero es demasiado indulgente autodefinirse: “Esto no es lo que somos.”
La pregunta previa es por qué hay tanta población que abandona su tierra, tanto árabes, como afros, como, por ejemplo últimamente, la etnia rohingya, desde Myanmar. ¿Por qué hay tantos árabes en Nueva Zelandia, en Europa, por qué hay tantos caribeños y sudamericanos buscando entrar a EE.UU., por qué tantos africanos cruzan a riesgo de su vida el Mediterráneo para alcanzar Italia, Francia, Alemania?
No es porque les guste extranjerizarse ni pretendan invadir, como aduce Brenton Tarrant. Es porque se están muriendo literalmente de hambre, saqueados como pocas veces antes, por transnacionales y estados del Primer Mundo, por grandes petroleras, consorcios mineros, Coca-Cola que les roba el agua, y tantas otras redes de saqueo.
nota:
[1] Nativoamericanos canadienses acusan a las autoridades sociales de una política de despojo de sus hijos enmarcando conductas en cánones resueltos por la sociedad europea que allí se implantó, que discrimina permanentemente a los aborígenes. Y la población maorí en Nueva Zelandia, estimada en una décima parte de la población general, acusa del mismo problema, el mismo agobio, su situación en el archipiélago.