por Luis E. Sabini Fernández
Fritz Haber, alemán, judío (1868-1934) fue un químico laureado con el Nobel en 1918 por sus hallazgos para la obtención de nitrógeno aislado (1909), lo que fue la puerta de acceso para su uso como nutriente de las plantas (de cultivo, crecientemente exigidas por el aumento del consumo y el de población).
Otra investigación que Haber llevó adelante fue la formación de gases tóxicos, inicialmente basados en cloro, con fines militares. Haber convirtió aquella investigación en victoria militar cuando en 1915 –la 1GM ya totalmente desatada–provocó numerosas muertes en los contendientes (franceses, canadienses y argelinos), en Bélgica casi en la frontera con Francia.[1]
Frederick Soddy, inglés (1877-1956) fue un químico laureado con el Nobel en 1921, por sus investigaciones en radiactividad.
El uso de gases tóxicos como armas mortales en la 1GM le produjo a Soddy tales problemas de conciencia con su propia formación profesional que lo llevó a abandonar la química y reenfocar sus investigaciones en un área del conocimiento francamente distinta: la economía.
Lo cual lo dejó en varias líneas de “fuego”, por cuanto los economistas se sintieron muy desafiados por sus osados planteos y procuraron remitirlo a la química. El choque con “la gremial”, celosa de su quintita, no le permitió desplegar su formidable frescura y originalidad, pero así y todo, adelantó conceptos vinculados con la ecología, la termodinámica, la entropía, que no empezarán a transitarse en la economía académica sino décadas después.
La estrechez de miras es una constante de los colegiados profesionales dedicados a cultivar una disciplina; a menudo hay que romper esos cercos desde afuera; es lo que vemos hoy con la salud, su crisis y la medicina (y su propia crisis).
Su crítica a la economía de la época fue cáustica y terminante: “Estamos gastando y acabando en décadas, en un par de siglos a lo sumo, lo que al planeta le llevó millones de años acumular en depósitos de carbón, petróleo y gas”; vivimos una dispendiosidad energética sin precedentes en la sociedad humana.”
Le tocó también ser contemporáneo con el despegue progresivo de las finanzas respecto de la economía y se aferró a entender el mundo material en términos económicos, de existencias, sospechando que las finanzas no podían ser sino un instrumental de apoyo, resistiendo su creciente protagonismo. Soddy consideraba que las finanzas no podían constituir el fundamento de economía alguna; a lo más, simbolizaban, transferían poderes y bienes del mundo real y material a un orden de intelección, necesariamente más, mucho más, simbólico, problemático y engañoso.
Su rechazo, mejor dicho su desconfianza hacia el “mundo financiero” le significó una suerte de exilio o autoexilio entre los economistas de su época.
Las instituciones dominantes le han concedido a Fritz Haber las mejores críticas y las más fuertes objeciones. En rigor, por cuerdas bastante separadas: crítica a sus gases venenosos; los mejores plácemes a sus descubrimientos aislando nitrógeno: el puntapié inicial para los fertilizantes sintéticos de uso generalizable en la agricultura.
Hasta entonces, era sobre todo la agricultura orgánica, reforzada por los ciclos vitales que convierten en abono las deyecciones animales (incluidas obviamente las humanas) lo que conocíamos para la agricultura.
Había un fertilizante extraordinario por el cual se cruzaba los mares para obtenerlo: el guano, el sedimento de deyecciones e incluso huevos malogrados y restos de aves que, por ejemplo, se había ido acumulando, durante tiempo inmemorial en el archipiélago de las Galápagos (y en otras islas o islotes con rica población avícola).
Pero el uso creciente del guano fue haciendo desaparecer sus depósitos y la agricultura a gran escala, empezó a estar en peligro.
Siguiendo una vez más la línea del progreso y el hallazgo de Haber; aislar el nitrógeno para su aplicación directa a la agricultura (por cuanto es uno de los fertilizantes básicos del reino vegetal) se encaró la fertilización química del suelo, abriendo el camino a la “revolución verde”, con epicentro en EE.UU., a la sazón “la” principal sociedad nacional del planeta, la que marcaba el ritmo de los desarrollos tecnológicos principales.
La opción de la agricultura orgánica, circularizando los ingredientes y componentes de nuestros alimentos, fue desechada por… trabajosa.
Si ahora ponemos unas gotas de nitrógeno, de fósforo, de potasio y ¡abracadabra!: tenemos inaugurado el cuerno de la abundancia!
¡Las aprensiones de un Soddy abandonadas en el basurero de la historia “gracias” al ingreso triunfal a la era dorada del tecnooptimismo!
Tras la llamada “Revolución Verde” y su invitación inicial a la abundancia que creíamos sin trabajo y, sobre todo, sin secuelas, hemos ido, lentamente empezando a advertir cada vez más, señales de que “algo anda mal”, algo anduvo mal, algún camino erramos… aunque el tecnooptimismo, ya sea marxista o tecnócrata-corporativo, nos dirá: ¡no importa; es gracias a los errores que avanzamos!
La presencia de residuos antes inimaginables empezó su sigilosa pero infatigable expansión por nuestros ríos, bosques, mares, pero también en nuestros cuerpos. La tierra, el aire, todo tomado. Se multiplicaron los sitios repositorios finales y todavía más los transitorios. Y todo fue quedando… en todas partes. Los océanos se han convertido en basureros. Y los ancestrales habitantes del mar en sus involuntarios anfitriones (siempre mal llamados huéspedes).
Incluso, ante tan desolador como inesperado panorama, el tecnooptimismo no ha cedido: los humanos estamos para aprender de nuestros errores y superarnos. Siempre.
¿Siempre? Tal vez sí, la sociedad hipercapitalista, hiperconsumista, egocentrada, egoísta, progresivamente estéril, pueda conocer el Santo Grial. Concedamos el beneficio de la duda. Pero la historia de diversas sociedades humanas fenecidas nos dice otra cosa.
Como la maya, la rapanui, la egipcia o la asiria. No parecen haberse salido con la suya. Para ni mencionar todas las sociedades destruidas por humanos ajenos a esa sociedad y que, llegados como extraños, han arrasado a “los naturales”.[2]
Como está pasando hoy, año 2025 D.C., con los judeosionistas arrasando a Palestina y a los palestinos (o lo que va quedando de ellos y sus tierras, con la devastación iniciada –al comienzo “suavemente·”– hace aproximadamente un siglo).
Haber y Soddy expresan dos actitudes diametralmente opuestas en la relación con la ciencia y la técnica, tan íntimamente unidas entre sí.
Soddy me resulta casi atávico; sed por conocimientos ancestrales, enorme respeto a la vida, tanto que cuando su profesión sirve para construir un agente masivo de muerte, rompe con su profesión, una profesión que le había dado no sólo sentido a su vida, había expandido su conocimiento y hasta –hecho excepcional– le había dado éxito, fama, reconocimiento.
Haber, en cambio, parece encarnar, la confianza absoluta en el poder, en el desarrollo científico, para la paz o para la guerra. Desentendiéndose de cualquier costo, incluso trágico: su misma novia se inmola contra el invento de Haber que permite matar masivamente. Ni siquiera el amor, tan directo, desvió a Haber de su versión, de su poder, de su fama.[3]
El poder, los diversos escaños del poder, usan los dos aportes de Haber: Alemania usará el gas de cloro como arma de guerra. Y post mortem otra potencia, ahora única (o casi), EE.UU., construirá los fertilizantes sintéticos, dejando a un lado la idea de los ciclos naturales y los eternos retornos, característicos de la agricultura orgánica. Aunque para hacer efectiva la producción agropecuaria con fertilizantes químicos hubo que incorporar cada vez más biocidas para evitar el aumento de plagas (de ácaros, gusanos, insectos, proliferación de microorganismos). La Revolución Verde se estableció para mayor gloria de las empresas entonces agroindustriales y poco después de bioingeniería, con la irrupción de los alimentos transgénicos.
A la luz de la crisis alimentaria y sanitaria que está corriendo por nuestros campos y ríos y por nuestros cuerpos y venas, entiendo cada vez más perentorio preguntarnos adónde vamos.
Porque cuando la humanidad con sus desarrollos científicos y culturales había logrado afirmar la salud, arrinconar la enfermedad, en las últimas décadas, nos vemos enfrentando enfermedades de origen ambiental como nunca antes.
Porque la fertilidad humana enfrenta una crisis como nunca antes (y en este “paquete” tenemos que reseñar lo que entendemos también una crisis de la sexualidad).
Porque las crisis psíquicas entre nosotros los humanos, parecen alterarnos como nunca antes.
Si las empresas transnacionales de la alimentación nos otorgan alimentos patógenos o insanos, si la medicina y su hermana gemela la industria farmacéutica son iatrogénicas (en sospechosa correspondencia con dividendos nunca tan altos para esa rama de la industria), si la obesidad es la enfermedad de nuestro tiempo, y si las sociedades de nuestro presente, y fundamentalmente las de los países enriquecidos, toleran con llamativa indolencia un genocidio a cielo abierto, con los mass media informando las 24 horas para que todos podamos registrar el horror, la indiferencia, la impotencia –que cada quien elija el casillero en que se encuentra– eso significa, significará que muy pronto no nos podremos tolerar a nosotros mismos.
Las preguntas se agolpan:
¿Hicimos bien pasando en los albores de la hipermodernidad de unos 1500 millones de habitantes planetarios a 8000 millones en siglo y medio basándonos en un tecnooptismismo sin límites o sin siquiera tener en cuenta en que ciclo nos hallábamos?
¿Hicimos bien tolerando el trasiego de buena parte de nuestro equipamiento habitacional a una plastificación generalizada que la rama petroquímica erigió con fruición, primero en nuestros hogares e inmediatamente después tirándolos a suelos y mares (y al bolsillo las pingües ganancias) donde reposan como micropartículas plásticas arruinando los fondos marinos, y también alojándose en los órganos digestivos y vitales de tantos animales, incluidos nosotros mismos, que siempre hemos estado afanándonos por separarnos de “la naturaleza”?
Dije mal “la petroquímica”: fueron los industriales plásticos, petroquímicos, con nombre, apellido y lucro, los que nos arrinconaron, colmándonos con sus nuevos servicios. Recuerdo, como periodista, enfrentar a fabricantes de envases contaminantes, que eludían el tema con impecable mala conciencia o apostaban a buenas medidas médicas para subsanar (lo insubsanable). Las placentas, incluidas las humanas de quienes aún optan por la maternidad, ya tienen micropartículas plásticas.
No sabemos, y no tienen porque ser todas cancerígenas, pero sí sabemos que los cánceres son alteraciones de nuestras corporalidades, ¿por qué no tendría semejante acopio en nuestros organismos que generar cancerizaciones?
Sabemos que las afecciones, a la piel, a los intestinos, a los nervios, se multiplican en nuestras sociedades actuales; ¿cómo no vamos a creer que tiene que ver con las más recientes transformaciones que procesamos a través de una modernización galopante, sesgada y patógena?
Hay ya una profusa cantidad de investigaciones que nos ponen alerta. Aunque, lleguen casi siempre un poco tarde.
Los que con ligereza o deshonestidad intelectual, suelen hablar de “la guerra en Gaza”, plantearán de inmediato la opción genocida al escuchar hablar de 1000 o 1500 millones en lugar de 8000 millones. Y van a ponderar el genocidio, prestos a denunciarlo, como de 6500 o 7000 millones. Porque hay precisamente privilegiados actuales que postulan reducir la sobrecarga de población humana actual a dimensiones “ideales” (demógrafos al estilo Giovanni Sartori).
Nada más alejado de mi abordaje. Que discurre por la epistemología, la historia. Y no a operar demográficamente con nuestro presente. Porque la política de los neoneomalthusianos hoy procura “salvar” a los privilegiados de siempre, matando –según sus cálculos– a los que “sobran”.
Como congénere, no acepto ninguna opción genocida. Atiendo al decrecimientismo. Y nuestra interrogante es: ¿seguiremos el trillo en una noria planetaria o tendremos el coraje cívico, ético, intelectual, de decir basta (aunque ya no sepamos si es “a tiempo”)? □
[1] Como para complejizarlo todo, Haber estaba en pareja con otra profesional, la primera doctora en química en Alemania, que combatía toda la investigación y producción de gases venenosos con fines militares. Y el conflicto fue tal con su cónyuge que cuando Fritz pone en marcha su ataque con gases en lo que hoy se denomina batalla de Ypres, su esposa, Clara Immerwhar, en protesta, se suicida.
[2] Podría ser el caso del Egipto faraónico, ocupado y satelizado por Roma, en expansión.
[3] Podríamos decir que Fritz Haber era un apasionado en su sentido etimológico: pasivamente relacionado con su invento, su profesión, su fama, su ego. En rigor, y a diferencia de Soddy, no habría sido dueño de sus actos, sino su esclavo. ¿Un preanuncio de las relaciones de poder que la modernidad establece con los titulares de su progreso?