por Luis E. Sabini Fernández
¿Cuántas plantas de celulosa son sostenibles en Uruguay?
a Ricardo Carrere, in memoriam
El ingeniero agrónomo y consultor Eduardo Blasina hace esta pregunta (título de su nota del 24 mayo ppdo.), una interrogante que tiene un partido tomado, puesto que presupone la sostenibilidad; una pregunta menos condicionada, más radical, más pregunta, podría ser si es acaso sostenible.
Pero entiendo más fructífero que responder a la pregunta de Blasina el formularnos otra pregunta, más histórica: ¿cómo han advenido las celuloseras a nuestro país, ahora que ya se empieza a hablar de una cuarta y una quinta…
En los ’60, ’70, ’80 se inicia un proceso de deslocalización de industrias del llamado primer mundo o «países centrales»: los efectos contaminantes de la industrialización progresivamente acelerada se estaban haciendo sentir. Es el tiempo cuando la bióloga estadounidense Rachel Carson se da cuenta que no hay más pájaros, aniquilados con los biocidas de la industrialización rural (Silent Spring, Primavera silenciosa, 1962).
Larry Summers, un funcionario clave que participó de numerosas administraciones demócratas estadounidenses, dio el fundamento estratégico a las deslocalizaciones: la expectativa de vida es mucho mayor en los países del Primer Mundo que en la periferia planetaria; por eso los primeros países tienen tantos adultos mayores y los países periféricos no tantos.
Por su parte, la contaminación industrial en progresión, sostenida con la tecnologización, provoca, de acuerdo con el diseño bosquejado por Summers, sobre todo cánceres que tienen un proceso de décadas antes del desenlace: si dejamos las industrias en los países centrales, ‘van a arrasar a nuestros viejos’; si llevamos tales industrias, es decir su contaminación, a los países periféricos, apenas se va a notar el daño puesto que por muy diversas razones, mucha población allí no llega a vieja.
Así aparecen “como grandes oportunidades” las industrias del Primer Mundo en el tercero; en zonas francas, en zonas de producción de exportación, en maquilas, en zonas libres…
En esa misma época, recordarán los memoriosos que ya son veteranos, se inició en Uruguay toda una propaganda muy persuasiva, “plante un árbol, haga un libro, tenga un hijo”, que tuvo una segunda fase: invertir pequeñas sumas en plantaciones, que, se decía, eran inversiones saludables, en pro de la natura…
Costó años ir dándose cuenta de la jugada en la cual lo ambiental era lo que menos se cuidaba…
Poco después de la implantación de las zonas francas −un fruto posdictadura− que es en rigor un retorno, pero en otro aro de la misma espiral, a las economías de enclave del colonialismo puro y duro de altri tempi, llegamos a las primeras pasteras.
Luego de este sucinto recorrido, regresemos a la pregunta de Blasina.
Blasina se confiesa un tecnooptimista. Sería bueno que mantenga la precisión en el lenguaje porque la frase: “Mantener buena calidad de aguas” para nuestro Uruguay, para nuestro presente, es casi indecente. Si algo hemos perdido con la agroindustrialización galopante es la calidad de las aguas. En prácticamente todo el país. El Santa Lucía es mudo testimonio de esa pérdida. Pero el río Negro, también y todavía falta la descarga monumental criminalmente proyectada con UPM 2 (no paso cifras, acojonantes, porque estimo que ya son públicas y Blasina las conoce).
Para Blasina: “Es bueno que el Uruguay agregue a sus exportaciones nuevos rubros de gran escala […].” Esta pretensión de jugar “entre los cuadros grandes”, que es un gran mérito del fútbol uruguayo, no funciona igual, si pasamos del deporte a la economía. Uruguay no puede apostar, aunque lo hace y lo ha hecho, a usar los suelos como Argentina o Brasil, Canadá, Australia o EE.UU. por la sencilla razón que muestra un mapa. No hacemos mella en el mercado de la commodities.
Pero algo más grave y ya no táctico: la apuesta a la “gran escala” tiene otros inconvenientes, graves: 1) la gran escala contamina también a gran escala; la contaminación repercute mucho peor en territorios chicos que en grandes territorios despoblados, como tienen, con sus millones de km2, los grandes países mencionados, Australia, Canadá, Brasil.
La actividad agropecuaria en escala mediana o pequeña permite mejor cuidado ambiental. Y da más empleos. Trabajada inteligentemente, puede dar mucho mayor rinde que el de los commodities (a un país de las dimensiones del nuestro, reitero). Argentina, por ejemplo, el segundo estado en cultivar transgénicos luego de EE.UU en el siglo XX, logró, mediante la producción bruta a principios de este siglo de unos 50 millones de toneladas anuales, “cosechar” como pocas veces antes una montaña de dólares que explican la adhesión (o falta de) al kirchnerismo (dejamos al margen el costo en salud).
Porque un país de grandes superficies se puede dar el lujo de aplicar gran escala para alguna producción y le queda superficie para otro tipo de producción más intensiva o artesanal; como ser frutales, viñas, diversos granos, huerta. Y el daño ambiental que pueda producirse con el empuje agroindustrial no tiene porque abarcar a todo el estado. Pero un país de dimensiones pequeñas recibe un posible daño ambiental en “todos lados” y puede, al contrario, agrandar su superficie dando variedad biológica a sus suelos; el clásico modelo granjero, por ejemplo.
¿Qué nos falta gente? Ciertamente. La gran producción, el latifundio, el monocultivo, si algo han hecho es despoblar el campo. Un operario alcanza para cubrir varios cientos de hectáreas tanto de soja transgénica como de árboles plantados en hilera. Cualquier cultivo, por ejemplo, agrícola demanda muchísimo más mano de obra. Y las specialities son muy bien pagadas en diversos mercados, cada vez más atentos a la cuestión alimentaria.
El tecnooptimismo de Blasina lo lleva a abrigar expectativas a mi modo de ver meramente especulativas, sobre el papel del desarrollo tecnológico de países “centrales” sobre la periferia planetaria.
No conozco hechos reales que abonen ese optimismo, que calificaría de ingenuo. Veamos un ejemplo de esas aplicaciones tecnológicas del primero al tercer mundo, y dejando a un lado la repugnante actitud Summers: los noruegos cultivaron durante décadas “escaleras” para facilitar a los salmones su desove que, como se conoce, es enormemente esforzado, río arriba. Ese ciclo biológico natural sin duda les otorga a los salmones una extraordinaria fuerza vital. Pero el interés económico de los humanos, “es más fuerte”, y por eso se construyen esas escaleras para salmones, visibles en varios ríos de montaña noruegos.
Más tarde, Noruega encaró la producción de salmones mediante estanques. Alimentados. Feed lot de peces. E inmediatamente, empezaron a poner en los estanques antiparasitarios, antibióticos, y toda una seria de “antis” para evitar que los planteles fueran arrasados por pestes.
Eso, en Noruega. Pero los noruegos instalaron en el sur chileno el mismo tipo de producción, y si ya era alarmante la toxicidad hallada en los salmones de criaderos noruegos, la toxicidad en los chilenos, denunciada en diversas investigaciones, resultó aún peor. Y los noruegos, como los finlandeses, no tienen ninguna tradición imperial que forja una psicología potencialmente más abusiva, invasora. Al contrario, finlandeses y noruegos han sido siempre “hermanitos menores” de las potencias de la región; Suecia, Rusia, Alemania, Gran Bretaña… Pero su historia no imperial al parecer no ha sido suficiente para establecer relaciones igualitarias con ”el tercer o cuarto mundo”.
RECUADRO
Comentario de un cuidador del Dique Laviña en la provincia de Córdoba: “−las truchas del río se quedan chiquitas; las de los jaulones, en cambio, crecen hasta mucho más del doble… eso sí, las del criadero mueren jóvenes y las silvestres son mucho más longevas.” El hombre registraba las diferencias más bien asombrado sin atinar siquiera una explicación. Pero registraba una realidad, indudablemente ligada a una dosis de sobrealimentos, engordar sacrificando salud…
Volviendo a UPM 2, la cuestión no es sólo decidir si quienes se presentan como “aportantes de capital” no procuran exactamente lo opuesto a lo predicado. Hay otra aspecto, y ése es nuestro: el proceso por el cual se aprueban esas megainversiones. En total secreto, so pretexto de “cuidarse de la competencia”. Más allá de un posible daño a “los dividendos empresariales”, para nuestra sociedad el secreto en estas negociaciones y contratos significa lisa y llanamente que la gente, la población, no importa un ápice.
No le importa ni a los gobernantes ni a los inversionistas. Con lo cual aquella expectativa de Blasina de encontrarse con “la cultura finlandesa” tal vez no resulte lo que él imagina.
Blasina plantea algo correcto, precautorio, hablando de los proyectos de gran escala y las inversiones correspondientes: “Estos emprendimientos suponen un fuerte desafío ambiental. El ecosistema soporta cierta presión, pero no más que una determinada presión. Si cruzamos el umbral de carga soportable el sistema colapsa.”
Su optimismo le permite creer que estamos todavía lejos, pero que con las posibles 4ª. y 5ª, podríamos estar peligrosamente cerca.
Lamento comunicarle que ya estamos allí. Usted, Blasina, lo debería saber mejor que yo: los ganaderos que se quejan de reses muertas luego de beber el agua del Río Negro; la cantidad de cianobacterias que arrecian en nuestro país y ya no solo en verano. El Río de la Plata está contaminadísimo. Aunque contemos con el viento y las corrientes marinas como aliados que nos sacan cada tanto la presión y el escarnio…
La contaminación del agua en nuestro país es uno −junto con la plombemia en su momento; la plastificación de campos y aguas que tiende un futuro ominoso para nuestra pesca; la bomba de aditivos para mejorar el rendimiento empresario o abaratar la comercialización− de los serios problemas que tenemos y que tendremos que afrontar.
Tenemos puntos a favor, a veces ni siquiera elaborados por nosotros: el carácter ondulado de nuestro suelo, sus colinas, que tanto difieren de la pampa del centro argentino, no ha permitido prosperar feed-lot que tanto habrían deseado algunos. Ese mismo rasgo permite al Uruguay tener de las mejores carnes. Gracias Hernandarias.
Tenemos uno de los suelos más irrigados de la tierra, y consiguientemente un porcentaje de suelo cultivable de los más altos del mundo. Cultivable, que no cultivados. Y hoy se halla comprometido, como dijimos, por la contaminación química y agroquímica- ¿Recuperable? No con pasteras que tragan ingentes cantidad de m3 de agua y devuelven un efluente a mayor temperatura y contaminado.
Tenemos una franja climática envidiable. Y es insensato que si el promedio de áreas protegidas anda internacionalmente en el 17% y Argentina tiene un 8%, Cuba un 30%, Venezuela un 55%, Chile un 20%, Uruguay tenga 1% y fracción. Y esos tristes números hablan de nuestro estado cultural.
Y de la ofensiva de la agroindustria.
Y explica cómo no hemos aprendido a ser autónomos. Penosa confusión porque nos sentimos autónomos. Y en cierto sentido sí lo somos. Pero en las grandes líneas somos heterónomos, y la celulosa es un penoso ejemplo.