por Luis E. Sabini Fernández –
Tengo la corazonada que se hace cada vez más imperioso pensar, escudriñar, reflexionar, discutir, sobre la naturaleza humana.
Una cuestión que ha atareado a filósofos, científicos, religiosos, para no hablar de toda la panoplia de disciplinas sociales que abordan, enfocan, tratan, o destratan la naturaleza humana.
El gigantesco desarrollo en progresión geométrica de lo tecnológico es uno de los nudos problemáticos que tenemos con la naturaleza humana.
Hasta hace un siglo, grosso modo, el ser humano, la criatura humana, venía al mundo como todos los mamíferos, era alimentada y crecía cumpliendo y satisfaciendo nuestras necesidades biológicas (o dejándolas de cumplir sólo si la severidad del clima lo impedía o si las disposiciones políticas, el poder imperante, torcían tales impulsos).
¿Cuáles son las condiciones y posibilidades para nacer hoy, ya bien avanzado el siglos 21, para la criatura humana? En un mundo mucho más medicalizado [esto tiene que ver sobre todo con la vida urbana que constituye hoy en el planeta la mayoría de la humanidad, y sobre ese universo van estas consideraciones],[1] es cada vez más frecuente el nacimiento por cesárea. La excepción conocida del siglo XVIII se ha hecho rutina generalizada, aunque persistan muchas madres “a la vieja usanza”. Y aquí lo más importante es que la cesárea no se ha generalizado por razones médicas o medicinales; al contrario. La cesárea le quita al recién nacido el trabajo de parto, que también le quita a la progenitora; es nacido sin esfuerzo. Sin el esfuerzo inicial de la vida extrauterina; le quita su primer triunfo o victoria, lo convierte en pasajero, pasivo, de un tránsito de la placenta materna a la vida “exterior”.
Falta saber cómo se imprime esa “asistencia” en la vida, esa sustracción al protagonismo en el pasaje inicial del recién nacido. Entendemos trascendente que ese primer paso devenga de activo a pasivo; como si dijéramos, de andar en bicicleta a que nos lleven en bicicleta.
Pero la atención medicalizadora ha progresado muchísimo; hoy reciben los bebés en el plazo de apenas semanas entre 15 y 25 vacunas distintas, todas ellas fruto de investigaciones laboratoriles de las últimas décadas.
¿Se han salvado así muchas vidas? No lo parece. Ha habido momentos en que normas y pautas médicas, han sido decisivas para asegurar la vida de los recién nacidos y de sus madres parturientas, con paralelos riesgos en el momento del parto. Por ejemplo, el lavado de manos de los médicos antes de iniciar un trabajo de parto ha sido decisivo para bajar las infecciones en el parto. Sin esa costumbre, muy resistida inicialmente por médicos que se sentían tratados como “mugrientos” al reclamársele lavado de manos antes de intervenir en partos, la mortandad en maternidades atendidas por médicos era muy alta (no así en maternidades atendidas por parteras).[2]
El descubrimiento de la vacuna antivariólica (fines siglo 18) también resultó decisivo para achicar la mortalidad provocada por la viruela (la vacuna también ahorraba las terribles cicatrices que le quedaban a quienes enfermaban de viruela y no morían).
La batería de vacunas de los últimos años, en cambio, no parece ahorrar vidas sino más bien atención hospitalaria a infantes enfermos (con una mortalidad inferior al 1º/oo, no vinculable al germen sino a las condiciones nutricionales del afectado), con lo cual las vacunas eluden la confrontación de cuerpos humanos pequeños con agentes patógenos que normalmente no logran dañar pero sí pueden vencer resistencias de cuerpos disminuidos; la vacunación evita el mal rato, cumpliendo así la función que un cuerpo debilitado no puede llevar a cabo. Según la médica Mónica Müller ésa ha sido la función de la generalización de las vacunas.[3]
Tenemos así una medicalización de nuestras sociedades tan extendida y problemática que hoy los propios congresos médicos atestiguan que la tercera causa de muerte humana es iatrogénica: apenas por detrás de trastornos del corazón y sistema circulatorio y cánceres.
Lo acontecido con el Covid 19, por su alcance, las políticas encaradas y sus consecuencias exigen una respuesta. Uruguay tiene un peculiar estado de situación que también exige respuesta: los penúltimos años mantenían una mortalidad anual, bastante regular, de aproximadamente 30 mil fallecidos; 2021 y 2022, en plena pandemia y con el comienzo de las vacunaciones (que no existieron a lo largo de 2020 en el país), la mortalidad ha sobrepasado las 40 mil anuales. Falta explicar tamaño aumento de la mortalidad. Tan brusco.
La interpretación del analista estadounidense Paul Craig Roberts –tipificado por quienes confían ciegamente en las instituciones como ”conspiracionista”– acerca del daño generado con una implementación más o menos forzada de vacunaciones, es que las vacunas han sido diseñadas como método de “achique poblacional”, lo cual es obviamente inconfesable, y se inspira en el hecho inocultable que somos demasiados. Craig Roberts aclara que no se trata de un veneno común y silvestre adosado a la vacuna, porque eso despertaría una justa indignación en la población y sería además, fácilmente rastreable. Que se trata de una cuidadosa y muy tenue dosificación de tóxicos en la vacuna que en ningún momento puede afectar a más de una muy pequeña minoría. Contando con que un plan sostenido de vacunaciones “demográficas” iría atemperando la plétora poblacional.
Esa hipótesis se acompasa con las muchas investigaciones que han encontrado elementos desasosegantes en las vacunas suministradas. Se acompasa también con la política de secreto que exige el Big Pharma bajo la coartada de cuidar lo patentado y no perder consiguientemente dinero. Ante el proteccionismo comercial está la importancia de explicar circunstancias sanitarias antes infrecuentes ahora con preocupante recurrencia; por ejemplo, las muertes súbitas. Y muchos otros episodios menos trágicos, pero igualmente llamativos; miocarditis y otras afecciones circulatorias y en general, pérdida de esa condición de salud que uno siente sin pensar.
También se “acompasa” con el avasallador papel que “los mecenas” han tomado dentro de la OMS.
La OMS es una de las ramas de la red que la ONU desde 1945 ha creado para gobernar el mundo. Asistiéndolo, claro. Hace ya tiempo que hemos aprendido que un poder absoluto es horroroso (la humanidad lo ha experimentado frecuentemente). Consiguientemente, quienes desde 1945 orientan, dirigen la política mundial, no suelen presentarse como dirección, guías, jefatura, faros, padres, líderes sino como asistentes, hermanos, camaradas, servidores.
Cuando EE.UU. decidió retacear su cuota a la OMS por no coincidir en las políticas, surgieron almas bellas, que sin mayor esfuerzo monetario, cedieron a la OMS los millones de dólares que se necesitaban para mantener el edificio sanitario planetario en pie.
Y con el tiempo, esos mecenas han sido claves en la puesta en marcha de diversos planes de acción planetaria.
La presencia y peripecia que nos trajo la pandemia constituye un dato relevante para atender la cuestión que nos hemos planteado; si existe algún proyecto que modifique más o menos radicalmente la naturaleza humana.
Surge así la inevitable asociación entre tanta bondad proclamada y proyectos cada vez más insistentes en mejorar, completar la naturaleza humana. Transcribimos una definición “neutra” sobre lo que ha dado en llamarse transhumanismo; alianza de refuerzo de la naturaleza humana con el desarrollo tecnológico: “El transhumanismo es un movimiento científico y filosófico que propone la utilización convergente de las nuevas tecnologías (nano, bio, info y cogni) para la transformación de la naturaleza humana. Así, la modificación del cuerpo biológico permitiría una existencia más saludable, potenciada en términos cognitivos, perfeccionada en cuanto al dominio de las pasiones, y, finalmente, libre de la amenaza del envejecimiento y la muerte.” [4] Modesta, humildemente expresado.
Hubo una declaración de pandemia –a cargo de la OMS mediante una modificación sustancial de la vieja definición de tal, que se impuso verticalmente pese a la incumbencia de toda sociedad en sus consecuencias. Ese lapsus democrático es significativo, y da lugar a “malos pensamientos”, como los de Craig Roberts. Se redefinió que no se necesitaba ponderar muertes para declarar una pandemia; la mera difusión de una enfermedad bastaba. La definición de la enfermedad quedó en manos de la OMS y sus mecenas. La población se fue “enterando” a través de los aparatos mediáticos.
Las vacunas esta vez, perdieron el método de aprobación que siempre habían tenido: medicaciones que alcanzaban un grado de capacidad curativa tras muchos pasos de verificación (una primera etapa con pocos sujetos recibiendo el proyecto de vacuna, una segunda etapa con más tratados, procurando ver su incidencia curativa y también sus defectos indeseados, una tercera etapa ya con suministro masivo a población elegida para contrastar con grupos testigo con placebos, y finamente una cuarta etapa en que las autoridades médicas decidían su aplicación masiva si en todas las etapas preliminares y previas no se habían observado derivaciones o secuelas indeseadas.
Ante la pandemia Covid19 la OMS puso a disposición de la sociedad una vacuna sin todos los pasos previstos por falta de tiempo para los plazos estipulados y en consecuencia, se adujo, que se procedería a utilizarla, pero con carácter voluntario dada la falta de los márgenes de seguridad requeridos.
Este recurso, puesto en manos de autoridades médicas nacionales tuvo dos implicancias: en primer lugar, devino fácilmente obligatoria porque las autoridades nacionales condicionaron una serie de permisos a que el peticionante estuviera vacunado; para cursar, para viajar, para trabajar. Muchos, viendo así tan cercenadas sus posibilidades, en general optaron por recibir la vacuna, aunque en general maniobrando para recibirla una sola vez. Otros, persuadidos por la campaña, y sobre todo por el miedo, fueron al pinchazo como reaseguro psicológico, gratificante, mostrando la fuerza que tienen los medios masivos de persuasión de masas.
En segundo lugar, las autoridades médicas no asumieron responsabilidad alguna por secuelas que pudieran derivar del suministro de vacuna dado su carácter voluntario; no hay institución responsable, no hay responsabilidad legal… Con esa doble tijera legal, ninguna autoridad sanitaria se ha visto precisada a fundamentar sus conductas.
El estado y sus representantes sanitarios “abrocharon” así con grandes laboratorios, ya conocidos por diversos fraudes médicos –como es el caso de Pfizer–, exonerándolos de toda responsabilidad judicial. No es el único.
Volvamos la cuestión inicial.
¿Por qué el establishment médico violó sus propios métodos de aprobación de vacunas?
¿Por necesidad ante la pandemia Covid19? Sin embargo, el rechazo fuerte a otras medicaciones de tratamiento directo de los trastornos sobrevenidos con el Covid 19, sugiere una apuesta previa a favor de la vacuna. Una vacuna que, se sabía, no había cumplido todos los requisitos, que siempre se habían supuesto necesarios. Llamativa incongruencia.
Algunos medicamentos como la ivermectina, reiteradamente cuestionada por algunas fuentes médicas, ha sido finalmente aprobada como efectiva contra el Covid 19 (sólo que su legitimación ha sido tan tardía, que uno podría suponer que no pudo emplearse cuando era necesaria por su efectividad y su atoxicidad, para mantener en pie los planes de vacunaciones con vacunas no seguras y bajo sospecha).
Médicos epidemiólogos de enfermedades infecciosas y otros colegas firmaron declaraciones públicas de alcance internacional, como la de Great Barrington, firmada inicialmente por Jay Bhattacharya, Martin Kulldorff, Sunetra Gupta que recibieron la firma de cientos de colegas, o la de Global Covid Summit que juntó 17 mil firmas, incluyendo médicos e investigadores en medicina (entre ellos, Ryan Cole, Richard Urso, Katarina Lindley, Robert J. Kennedy).
Ambas declaraciones cuestionaron los métodos inconsultos de la OMS, reivindicaron medicamentos probados y aprobados pero desestimados por la OMS, como la mencionada ivermectina, o el budesonide que fuera expresamente prohibido (y rehabilitado por la OMS un año después, tarde para los miles muertos en ese ínterin).
Ambas declaraciones fueron muy críticas a los encierros y enclaustramientos (como, por ejemplo, prohibir playas o parques o salidas colectivas de niños). Entendieron que había que focalizar la prevención en quienes tenían comorbilidades y por lo mismo descartar toda actividad preventiva para niños (que son los que están más lejos de tener dichas comorbilidades; claro que si las tienen, hay que atenderlos con prioridad). Fueron muy críticas a la política oficial de la OMS, de “apagón generalizado” y su alianza virtual con sus mecenas: “Esta enfermedad confirmó algo que se sabía desde hace tiempo: la inutilidad de la OMS, una entidad que lejos de velar por el bienestar de la población del mundo, vela por los intereses de sus principales financiadores, como por ejemplo el nuevo “gurú de las pandemias”, Bill Gates.” [5]
Si la cuestión de la naturaleza humana se ha entrecruzado peligrosamente con lo sanitario, se trata, empero, de apenas un capítulo, y se aprecia otro en el orden comunicacional, con la cuestión de la inteligencia artificial. La situación en este aspecto de la comunicación humana es que se está haciendo indistinguible si la autoría de un texto, un poema, una tesis, un informe es humana o artificial. Con ello, la primera víctima, como pasa con la guerra, es la verdad.
¿Qué o quiénes pueden estar interesados en sacrificar de un modo tan radical la verdad, lo verdadero? En los conflictos militares o guerreros, ya lo sabemos; el campo agresor, el bando que quiere adueñarse de lo que está en juego. ¿Y en el campo de la ciencia, de los saberes? Lo mismo. ¿Quienes quieren medrar con esa nueva noción de verdad? Quiénes quieren conseguir mayores poderes: la inteligencia artificial es promovida por quienes consideran que aumentarán sus poderes y/o beneficios con ella. A costa de nociones tan abstractas como “lo verdadero”.
Ha pasado lo mismo que con la implantación de los materiales plásticos: enormes ventajas materiales para los inversores de la petroquímica. Y se supone que también para la sociedad seducida por la plasticidad de tales materiales, precisamente. Que hacen la vida cotidiana, por ejemplo, más cómoda.
¿Pero qué deidad te hizo creer que la comodidad es ‘la medida de todas las cosas’?
La comodidad, como la austeridad y tantas otras sensaciones y experiencias que vivimos los humanos, no son per se garantía de “calidad de vida”. Pero sí de rendimiento lucrativo para el universo empresario que lo promueve. Lo mismo pasa en el mundo de la alimentación. Permanentemente tienen que retirar “del mercado” alimentos que resultan tóxicos. Pero, ¿cómo entraron? Porque eran atractivos. Los azucarados, por ejemplo. La cultura dominante nos induce permanentemente a azucarar nuestras comidas y la historia de los endulzantes ha resultado siniestra. Peores que el mismísimo azúcar: sacarina, ciclamato, aspartame. Lo mismo pasa con los estimulantes o saborizadores. En rigor, minan nuestra salud, pero la propaganda está diseñada para que no reparemos en ello sino en “el placer” que nos brindarían.
Los médicos que hemos mencionado de esas dos declaraciones están muy preocupados, por ejemplo, por la dieta con exceso de jmaf y otros “alimentos” transgénicos como aceites.
Los materiales plásticos, no necesariamente todos ni todas sus aplicaciones, pero en una proporción que ha resultado atroz, han inundado el planeta con colorantes y micropartículas tóxicas que están alterando todas nuestras vidas, todos nuestros cánceres, toda la vida de seres que no han podido ver estas “nuevas realidades·”.
No sólo los pelícanos, las tortugas, y otros animales están visiblemente dañados por no saber trajinar con estos elementos que no han pertenecido nunca antes al mundo natural (y que por su no biodegradabilidad tampoco pueden pertenecer o incorporarse al mundo natural); los humanos estamos también entre sus víctimas.
Una vez más, humanos victimados por humanos.
La contaminación plástica no ha sido medida, cuantificada; no sabemos si está, mejor dicho cuánto está detrás de la proliferación de cánceres (de los más variados tipos). Las grandes redes médicas y sanitarias de nuestra modernidad más reciente, –la del avance gigantesco de la escala empresaria, la de la transnacionalización de los consorcios, en este caso sanitarios (Big Pharma, OMS, etcétera)– no tienen, no han tenido hasta ahora jamás el interés primordial de evitar la iatrogenia.
La estrategia, la coartada psicológica, siempre ha sido: avancemos, mejorando nuestros saberes y nuestras técnicas y eso nos permitirá también superar los inconvenientes, los problemas, los errores, que lleguemos a cometer, precisamente en nuestros avances.
Contra este tecnooptimismo ha operado el “principio precautorio” que se ha visto dramáticamente corroborado en innumerable cantidad de casos y situaciones en que una intoxicación mínima ha desembocado en trastornos irreversibles incluida la muerte (como pasa con la presencia de bajísima dosis de plomo, Malathion, hexaclorobenceno, PCBs, dioxinas, DDT, toxafeno y tantos otros tóxicos para generar trastornos mayúsculos en organismos afectados). Algo ya totalmente comprobado por la trágica experiencia es que la influencia de un contaminante acrecienta progresivamente su efecto deletéreo en proporción inversa a la edad de quien sufre la contaminación.[6]
El desarrollo tecnológico en sus diversas facetas, y quienes tienen poderes decisorios al respecto, nos plantea nuevas configuraciones existenciales; de hecho una redefinición de naturaleza humana. Uno de sus exponentes es el muy mediático filósofo e historiador Yuval Noah Harari con su narcisismo ideológico, como especie, aspirando a la amortalidad.[7]
Lo que en resumen auspicia Harari es la gestación de un humano, ya no sapiens sapiens sino una conjunción o combinación de naturaleza y técnica (lo que en Hollywood se transitó alguna vez; Robocop o Blade Runner).
Mutatis mutandis, lo que postulan quienes apuestan por un tecnodesarrollo radical como para “superar” las viejas coordenadas de vida y muerte que conocemos desde antaño (desde siempre), no hacen sino nuevas versiones del sueño del hombre hecho dios.
En pleno romanticismo tuvimos al doctor Frankenstein; Shelley procuró advertirnos de la labilidad del sueño devenido pesadilla. Si juzgamos los resultados de inyecciones de colágeno para rediseñar glúteos, senos siliconados para quienes no quieren agrandarlos dando de mamar, cirugías para lo que se llama cambio de sexo, el saldo de felicidad parece mucho menor que el de padecimientos, aunque semejante balance tenga resultados impares y desparejos y no tiene porqué ser aceptado.
Lo futuro, siempre abierto, nos espera.
notas:
[1] No hace tanto tiempo, apenas unos años, la mayoría de la especie humana vivía como población dispersa, no urbana; pero el proceso de urbanización es muy intenso y sostenido y tiene a su vez como un refuerzo de sí mismo: el proceso de megalopolización, es decir que tanto los pobladores rurales como los de asentamientos urbanos tienden a reaposentarse en grandes concentraciones urbanas.
[2] Porque médicos atendían partos y cirugías sobre pacientes enfermos indistintamente y transportaban bacilos, algo que las parteras no solían hacer al ocuparse únicamente con labores de parto.
[3] Pandemia, Planeta, Buenos Aires, 2010.
[4] Asla, Mariano. 2020. «Transhumanismo». En Diccionario Interdisciplinar Austral, http://dia.austral.edu.ar/index.php?title=Transhumanismo&action=mpdf.
[5] https://tierrapura.org/2022/05/22/17-000-medicos-lanzan-un-plan-para-romper-con-la-oms-y-crear-un-universo-medico-paralelo/.
[6] Theo Colborn, Dianne Dumanoski y John Peterson Myer, biólogos estadounidenses, autores de un estudio de campo verificando los efectos contaminantes de los plásticos en la fertilidad animal: Our Stolen Future, [Nuestro futuro robado], 1996.
[7] Harari procura atender el deseo generalizado a vivir y no morir, que, entiende, el actual desarrollo tecnológico nos permitiría abordar. No para pretender la inmortalidad, puesto que la contingencia de la vida humana no es sólo una cuestión técnico-médica, pero sí la de la duración indefinida en el tiempo de los seres humanos, mediante renovación de órganos y sustitución de partes desgastadas (como ya lo hacemos con dientes, con otros tejidos corporales). Esa prolongación indefinida de la vida humana individual es lo que Harari caracteriza como amortalidad. Siempre basado en el supremo interés egoísta que, según Harari, nos gobierna.