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Categoría: Agronecrófilos

Sobre el arte de quedar bien… actuando mal

Publicada el 03/07/2018 por ulises

por Luis E. Sabini Fernández –

Hay algo peor que contaminar. Y es proclamar un comportamiento limpio… mientras se contamina.

Hay algo peor que producir elementos cancerígenos. Y es producirlos mientras se proclama luchar contra el cáncer.

Esto que así planteado suena casi grotesco es, sin embargo, un comportamiento absolutamente generalizado en nuestro mundo empresario, institucional, público y/o privado.

La revista Noticias, un verdadero faro cultural del hipercapitalismo en el país, ha aplicado una docena de líneas a “informar” que “el campo apoya la lucha contra el cáncer”.[1]

¿Y qué es “el campo”? Si el campo fuera lo que conocimos tradicionalmente; el asiento de la producción de alimentos, nutrientes, agentes de salud para quienes los ingerimos, podríamos aceptar que desde el campo se enfrente la lucha contra una enfermedad… aunque hablando de cánceres, sabemos que no son deficiencias alimentarias o nutricionales  las causantes de cáncer…

Sí sabemos, en cambio, que los cánceres provienen en abrumadora mayoría de la contaminación. Y que el mundo que vivimos, que ha visto disminuir y perder relevancia a enfermedades infecciosas (hoy controlables), se ve enfrentado a  la proliferación de los más diversos casos de cánceres, así como alergias, alteraciones autoinmunes, diabetes, afecciones respiratorias, parkinson y otras alteraciones neurales, leucemias, celiaquía, obesidad, malformaciones congénitas, epilepsias e incluso enfermedades psiquiátricas; un desolador panorama sanitario fuera de control que ha coincidido con el ingreso a la posmodernidad…

Muchas de tales enfermedades, provienen directamente de los métodos de fabricación de alimentos que caracterizan nuestra “modernidad”, que reemplaza nutrientes naturales por aditivos y que “quimiquiza” todos los procesos alimentarios.

Uno de los varios pilares de la comida moderna ha sido, precisamente, la agroindustria. La agroindustria se basa en venenos, de muy variado orden, para producir alimentos. Cualquier mentalidad tradicional, la de mi abuela, por ejemplo, se horrorizaría de querer elaborar alimentos con venenos.[2]

Pero la agroindustria, junto con los reguladores públicos y el mundo empresario tecnoindustrial se valen de un recurso para poder usar venenos y sostener, a voz en cuello, la total inocuidad de tales alimentos, más aun, su carácter salutífero…: el empleo de “límites de seguridad”.

Tabulados por agencias debidamente investidas como “los que saben”, estas agencias, mejor dicho sus integrantes dirigentes, establecen que, por ejemplo, usar más de 0,8% de agar-agar en horno o 2% en merengues resulta intolerable.[3] O que hasta 100 microgramos de plomo, 50 de arsénico, 10 de cadmio o 45 mil de nitratos son aceptables en alimentos, como los de MacDonald’s.[4]

Pero, ¿dónde radica la verdad que un merengue con 1% de agar-agar sea sano y otro con 3% tóxico? O que una hamburguesa con 30 microgramos de arsénico sea saludable y otra con 60 microgramos de la misma sustancia sea tóxica?

Entendemos que la mera formulación denota su arbitrariedad. Y muy poca ciencia.

 

Y bien. Tenemos, según Noticias, a “el campo” luchando contra el cáncer…

¿Qué campo? Precisemos un poco. Noticias nos dice que se trata de una empresa “del campo argentino”: IPESA. IPESA es la gran fábrica productora de artículos plásticos, desde las celebradas silobolsas hasta sachets para leche y diversos envases, generalmente de polietileno (expandido).

IPESA es por lo tanto un agente protagónico de la plastificación de los campos y de los alimentos.

Cooperar en la lucha contra el cáncer parece plausible. Pero que la pretendan llevar adelante empresarios que basan su rentabilidad en un producto, el plástico, tan sospechado de estar en el origen de una serie atroz de enfermedades de origen ambiental, incluidos los cánceres más diversos, parece un poco demasiado. Hay algo grotesco en semejante gesto.

Hay una creciente conciencia sobre el daño que ha causado y está causando a la naturaleza la llegada de desechos plásticos en los más variados tipos, dimensiones, intensidad. Cualquier observador, profano, advierte los restos de bolsas de plástico entreveradas en ramas de árboles, a lo largo de rutas, por ejemplo; las islas “continentales” de basura plástica en todos los mares del planeta y el daño consiguiente a animales que ingieren  plásticos (tortugas lo confunden con medusas, pelícanos lo confunden con semillas) son materia periódica de información masiva.

Lo que tal vez no se dice tan a menudo es que el plástico es material no biodegradable. El idioma hasta carece de una palabra para aludir a esa condición. Su no biodegradabilidad plantea un verdadero nudo problemático a la humanidad: porque la erosión, el viento, el agua (a veces el fuego) “pulveriza” los objetos plásticos, pero persisten partículas que al no ser biodegradables siguen girando en nuestro medio físico. Y así, diminutas, microscópicas, se van alojando en cualquier sitio; incluidos nuestros tejidos corporales y los de animales. Desde hace años, algunos investigadores (no, por cierto, los empleados por Monsanto, Bayer, Syngenta) han ido comprobando el atroz papel de tales micropartículas de plásticos en el origen de una serie espeluznante de enfermedades y alteraciones.[5]

Nos suena más bien a coartada: seguir envenenando los campos y, Relaciones Públicas mediante, “quedar bien”   con una contribución monetaria a FUNDALEU. Tampoco es cuestión de exagerar: Noticias nos cuenta que se trata otorgar a dicha fundación 10 dólares por bolsa; las silobolsas cotizan en el mercado a varios cientos de dólares cada una.  Si estimamos una de 400 dólares, se trataría de un 2,5%. Lo que se dice quedar bien con poco.

Es significativo el destinatario elegido por IPESA. FUNDALEU es una fundación dedicada a combatir la leucemia. Este tipo de cáncer es, precisamente, uno de los más asociados con intoxicaciones de origen ambiental.

Leyendo la noticia de Noticias, uno se pregunta acerca de la calidad ética e incluso intelectual de pretender cultivar la  “imagen” que acabamos de analizar, pero también acerca de la frivolidad del “periodismo” que transmite “noticias” sin el menor recaudo sobre su legitimidad, sentido o finalidad.

  

 

 

[1]  Contra el cáncer”, p. 138, Buenos Aires, 27 abr 2018.

[2]  Lo podía hacer, pero por ignorancia, nunca deliberadamente.

[3]  Code of Federal Regulations (CFR), norma federal sobre alimentos en EE.UU.

[4]  Tolerancias máximas admitidas por la  OMS.

[5]  Véase Our Stolen Future, 1996, una investigaciòn de tres biólogos estadounidenses, Dianne Dumanoski, John Peterson Myers y Theo Colborn, que han rastreado, por ejemplo, la presencia de policarbonato, poliestireno y PVC en casos de feminización de peces, aves y mamíferos machos, disfunciones tiroideas, disminución de fertilidad y un largo, atroz etcétera.

Publicado en Agronecrófilos, Argentina, Medios de incomunicación de masas

Del optimismo tecnocrático a la conciencia planetaria

Publicada el 24/06/2018 - 18/08/2018 por ulises

por Luis E. Sabini Fernández

El estado real de las cosas en la agricultura hoy pasa por la implantación generalizada de la agroindustria, su expansión permanente mediante el proceso de “acaparamiento de tierras” (en todo el mundo, pero sobre en África, con su secuela de despojo, exclusión y hambreamiento).  Y por lo que acabamos de recordar sobre condenas y absoluciones al glifosato, el socio siamés de los OGM, verificamos el muy menguado efecto del reconocimiento de su extrema peligrosidad, como si las estructuras socioinstitucionales tuvieran tanta inercia como para hacer muy arduo el volver sobre sus pasos.

Esto significa que aumenta el conocimiento y consiguientemente la conciencia sobre algunas dificultades y problemas, que eran más difíciles de discernir tiempo atrás (aunque no imposibles; a menudo los caminos tomados, por ejemplo con un desarrollo tecnológico, tuvieron no solo sus cultores sino también sus  críticos).

Vayamos a ejemplos. En 1942 Paul Müller descubre en Suiza  el diclorodifeniltricloroetano, DDT, mejor dicho descubre su efecto insecticida. Intensas investigaciones sobre cómo enfrentar a los piojos en las trincheras, que habían sido un enorme problema durante la primera guerra mundial, culminaron con ese “polvo mágico”. Aunque ya no hubo trincheras en la guerra mundial entonces desatada y por lo mismo los piojos ya no resultaron plaga.

Es un movimiento interesante del conocimiento y la ignorancia humana: se planifica alcanzar un conocimiento nuevo para aplicar a una situación imaginada… que nunca se concreta y el diseño científico y todo, termina aplicándose a algo totalmente inesperado…

Müller estaba convencido que se trataba de un veneno para insectos, inocuo  para plantas y animales de sangre caliente. Fue probado con efectos tan contundentes para conjurar epidemias de fiebre amarilla, paludismo, tifus, que en 1948 Müller recibió el premio Nobel de Química.

Poco a poco sobrevino “el rebote”, un coletazo imprevisto: en 1953,  Morton Biskind, físico norteamericano, denuncia los efectos deletéreos, no físicos sino psíquicos, del DDT particularmente en nuestra forma de pensar. Biskind describe la situación refiriéndose a un nuevo, revolucionario, principio toxicológico: “Todos los aparatos de comunicación masivos, legos y científicos se dedicaron a negar, ocultar, suprimir, distorsionar […] y un nuevo principio de toxicología arraigó con fuerza: no importa cuan letal pueda resultar un veneno para todas las formas de vida, vegetal o animal; si no mata a un humano instantáneamente, entonces es seguro.” [1]

Un pragmatismo miope, un optimismo necio, que pasaba por alto que el DDT no mataba solo a los insectos dañinos sino a todos ellos, incluidos los que predaban a los insectos que el hombre quería combatir. Tampoco se advirtió  su carácter acumulativo. El DDT, veneno estable, iba pasando por las cadenas alimentarias “hacia arriba”, por lo cual dosis incluso muy leves para matar insectos como larvas de mosquitos, llegaban a concentrarse en dosis como para provocar muerte inmediata o mediante  intoxicación crónica, en animales “superiores”; aves o mamíferos.

 

* Epílogo a la segunda edición de Transgénicos: la guerra en el plato. Buenos Aires, 2017

Y tal vez lo más importante: los recién enunciados principios de toxicología ignoraron olímpicamente las enfermedades y las muertes producidas mediante dosis no letales, las que generan alteraciones crónicas. Mediante nuevas políticas sanitarias los agentes que mataban y matan instantáneamente a seres humanos se achicaron hasta hacerse insignificantes pero creció monstruosamente el caudal de enfermedades, sufrimiento y muerte por estados no agudos.

Tuvieron que pasar décadas para que las organizaciones públicas de control sanitario de EE.UU. (fundamentalmente, FDA y EPA) se rindieran a la evidencia de la enorme toxicidad del DDT. Que fue finalmente prohibido.[2]

Porque, como bien explica Evaggelos Vallianatos: “La prohibición del DDT en EE.UU. en 1972 no trajo consigo ninguna reconsideración acerca de la industrialización de las granjas y de su adicción a pesticidas mortales. En los hechos, las grandes plantas agroindustriales totalmente dependientes del uso de pesticidas son ahora legión en todo el planeta.” [3]

Y un ejemplo desoladoramente práctico de la observación de Vallianatos es que prohibido el DDT en 1972, en 1974 las mismas “autoridades” registran y aprueban el glifosato, con enorme aceptación “general”.

El glifosato fue el herbicida de muy amplio espectro, que resultó ideal, veinte años después, para aplicar a los cultivos transgénicos, ideados por los laboratorios de ingeniería genética.

Como en su momento el DDT, se lo sintetizó sin utilidad directa y décadas después, un nuevo laboratorista le encuentra una utilidad precisa y “deslumbrante”. En el caso del glifosato es John Franz, en los ’70, empleado de Monsanto, quien descubre sus cualidades herbicidas.

“En la actualidad hay más de 2000 productos para la protección de plantas que contienen glifosato autorizados en Europa para uso en tierras cultivables. Su eficacia de amplio espectro y el fácil control de las malezas lo han convertido en uno de los herbicidas más populares en la agricultura, para los jardines y en las áreas no cultivadas.”  [4]

Fue santificado por Monsanto que lo patentó como lo más inocuo para el mundo entero, por no decir beneficioso…  Esta corporación, que fue su usufructuaria hasta vencida la patente alrededor del 2000, “probaba” a través de múltiples “investigaciones”, la presunta  inocuidad total del herbicida.

Sin embargo, por lo menos a partir de su ligazón con los alimentos transgénicos, el glifosato tuvo sus “Morton Biskind”. Hubo investigadores que reclamaron mejores controles y evaluaciones del “paquete tecnológico” que unía semilla transgénica y herbicida (bajo la forma comercial de Roundup).

En el 2000, se edita el ajuste de cuentas de la bioquímica Mae-Wan Ho contra el avance arrasador de la agroindustria. [5] Trabajo en el cual Ho cuestiona tanto los aspectos epistemológicos de los avances técnicos ingenieriles como lo que Ho consideraba sus descuidos metodológicos: ya está claro que la ciencia está  servilizada a los intereses corporativos.

Durante la primera década del nuestro siglo, se verán cada vez más críticas a los comportamientos empresariales que llevan adelante la implantación urbi et orbi de los transgénicos, vegetales y animales.

Un militar estadounidense dedicado a la guerra biológica, de la Universidad de Purdue, Don Huber, conocedor del efecto de los pesticidas sobre los sistemas vivos, da también una alarma.

Huber afirma: “El glifosato promueve patógenos del suelo y está ya relacionado con más de 40 enfermedades de plantas.”  Sostiene incluso que “el glifosato  desmantela las defensas vegetales”  porque la planta en crecimiento se ve privada de los nutrientes que le sirven para defenderse ella misma de enfermedades y para resultar nutritiva. Huber sostiene  que tales cultivos, biológicamente empobrecidos, son la causa de “desórdenes animales”. [6]

En el artículo de Vallianatos, luego de repasar, como apunta su título, las consecuencias atroces de los agrotóxicos, sistemáticamente presentados como “la” solución y una solución tranquilizadora, que nos lleva a un mundo mejor, el autor critica las falacias de la agroindustria: “Sus propietarios invocan una guerra al hambre pero en la práctica su guerra está dirigida contra el mundo natural y los pequeños agricultores y granjeros.  Y pese a toda su propaganda  de que están para alimentar al mundo, apenas producen un tercio de los alimentos de todo el mundo. Campesinos, no agroindustriales son los que mayormente alimentan  la población del mundo (Douwe van der Ploeg, 2014). Pero los agroindustriales son sí responsables del enorme daño hecho al mundo natural y a la humanidad. El daño nos llega en la forma de calentamiento global y de envenenamiento de la vida silvestre, el agua potable y los alimentos.” [7]

El tiempo, el mero transcurso del tiempo, nos ha permitido captar problemas que los forjadores de la combinación de siembra directa y agrotóxicos jamás imaginaron (nosotros, sus críticos, tampoco, pero al menos podemos verificar, cada vez más, que teníamos una desconfianza genuina y certera, que la invocación del “principio de precaución” para ser muy cauteloso con tales “milagros” tecnológicos, estaba basada en  buenas razones).

Vamos perfilando problemas: hoy en día se ha hecho evidente una problemática con las inundaciones: no se puede desmontar para cultivar grandes extensiones sin hacerle perder al suelo gran capacidad de absorción; esto se agrava con la técnica de siembra directa que necesita menos agua e “invita” al escurrimiento de la caída “sobrante”  de agua. Por su parte, los campos con pasturas naturales tienen a su vez una retención mucho mayor que aquellos campos con praderas cultivadas. Los “pastos” naturales tienen raíces hasta a 4 metros bajo tierra; los pastos plantados por el hombre difícilmente sobrepasen raíces de medio metro de profundidad…

 

Diversas investigaciones, como la de Andrés Carrasco en Argentina o Gilles-Eric Séralini en Francia demostraron los peligros mayúsculos del glifosato pese a toda la campaña sobre su inocuidad promovida por Monsanto y laboratorios conexos siempre con la anuencia cómplice de los organismos estatales de control.

Séralini llevó a cabo una ingeniosa investigación: siguió escrupulosamente los protocolos de investigación de Monsanto, los que habían revelado, según Monsanto, la inocuidad “científicamente probada” del herbicida. Solo que en lugar de llevar a cabo el experimento con ratas de laboratorio, durante tres meses, como informara Monsanto, prosiguió el mismo tratamiento, sobre las mismas ratas, más tiempo. Ya en el cuarto mes, los síntomas de alteraciones e intoxicación se hicieron patentes y al cabo de pocos meses –encima de los tres controlados por los técnicos de Monsanto− los daños eran múltiples, irreversibles y llevaron a la muerte a buena parte de los cobayos.

Los trabajos de Séralini, Carrasco, los análisis e investigaciones de Arpad Pusztai, Mae-Wan Ho, Don Huber y tantos otros no hacen sino verificar y desnudar  lo que parece una constante de los fundamentalistas tecnófilos; su optimismo a prueba de realidad.

Así, mientras el planeta se va deshaciendo literalmente, con el avance incontenido de CO2 en la atmósfera; con el derretimiento de los hielos y el aumento del nivel del mar; a través de una pérdida galopante de biodiversidad, con la tropicalización del clima en nuestras latitudes y el daño producido por el calor solar (¡algo inimaginable pocas décadas atrás!); mediante la presencia cada vez más insoslayable de temporales e inundaciones; por la proliferación de enfermedades cutáneas, respiratorias, autoinmunes, cánceres, tenemos la “buena nueva”, la profecía de otro personero de la agroindustria, Dennis Avery, en su momento funcionario del Dpto. de Estado, EE.UU., y think tank acreditado de la agroindustria, que nos tranquiliza con su Salvando el planeta con plaguicidas y plásticos.

Esta Biblia del capitalismo tecnocrático, esta propaganda corporocrática, merece un análisis aparte.

 

[1]   Cit. p. Evaggelos Vallianatos, ob. ict.

[2]  Aunque persistan quienes, como el “periodista científico argentino” Leonardo Moledo, ya fallecido, en plena década de los ’90 zanjara la calidad periodística por un eje preciso: si se defendía al DDT. Quien lo cuestionara, no podía integrar un boletín científico como futuro, de Página 12. Quien esto escribe debió experimentarlo en carne propia.

[3]  “Ruthless Power and Deleterious Politics: From DDT to Roundup” [Poder despiadado y política dañina] Independent Science News, ISN, Ithaca, Nueva York, 17/7/2015.

[4]  “Glifosato” © Copyright 2013. Industry Task Force on Glyphosate [Grupo de Tareas de la industria para el glifosato].

[5]  Genetic Ingeneering: Dream or Nightmare? Turning the Tide on the Brave New World of Bad Science and Big Business  [Ingeniería genética: ¿sueño o pesadilla? Revirtiendo el mundo feliz de mala ciencia y buenos negocios], Continuum, Londres, 2000.

[6]  Cit. p. Evaggelos Vallianatos, “Ruthless Power and Deleterious…

[7]  Vallianatos, ob. cit.

Publicado en Agronecrófilos, Centro / periferia, Globocolonización, Nuestros alimentos

Transgénicos: veinte años después [1]

Publicada el 03/06/2018 - 08/06/2018 por ulises

por Luis E. Sabini Fernández –

Han pasado casi veinte años, un período considerable para enjuiciar efectos, y podríamos ser optimistas si pensamos en la impunidad con que a fines del siglo pasado se exaltaba en el periodismo comercial argentino, en los medios de incomunicación de masas en general, el “tecnodesarrollo” de productos transgénicos; la inocencia y/o la “docta ignorancia” con que se hablaba entonces de las fórmulas de la agroindustria y de las virtudes “milagrosas” del glifosato  –el herbicida apto para la sobrevida de plantas transgénicas, mejor dicho el ‘matatodo’ salvo la planta que tiene un gen protector propio u obtenido mediante transgénesis que es lo más común─, y lo que dio lugar a una nueva industria; la ingeniería genética, prestamente rebautizada biotecnología; el prefijo “vida” vende mucho, los laboratorios  bien lo saben.

Seguimos acumulando “bombas de tiempo”; el papel de Argentina como el de la inmensa mayoría de los estados “nacionales” sigue siendo nefando, anodino o cómplice en las conferencias mundiales sobre biodiversidad u otras de índole similar organizadas desde la ONU, para atender la problemática ambiental.[2]

Durante los primeros quince años del nuevo siglose registra un avance sostenido, aunque persistan los bolsones de resistencia. Es el ingreso paso a paso de más y más estados, de más y más regiones al universo de la siembra directa, de la quimiquización de los campos, al reino de la agroindustria.

En América del Sur, luego del aposentamiento de las transnacionales agroindustriales en la “República Unida de la Soja” (Argentina Brasil, Paraguay, Uruguay, Bolivia), avanza lentamente la sojización  y la transgenetización en el norte sudamericano. Es cuando Gustavo Grobocopatel, un campesino ”sin tierra” y políticamente chavista según sus propias definiciones, inicia su operación de implante del modelo agroindustrial en Venezuela. Conflicto a la vista, porque Chávez, políticamente advertido de los procesos del capitalismo globocolonizador se había opuesto terminantemente al ingreso de OGM en el campo venezolano.

Colombia y su gobierno, orientado desde Israel y EE.UU., acepta sin mayores dificultades la modernización rampante que nos sigue revelando que la tecnología de gran escala es parte del problema, no de la solución, como procuran hacernos creer desde las usinas ideológicas del régimen, incluidos  los personales regulatorios públicos.

En este aspecto seguimos como hace veinte años. La FDA, por ejemplo, prosigue su política prescindente, su cesión de responsabilidad, depositándola en las empresas, que ya sabemos no se rigen por la responsabilidad social sino por la rentabilidad y a secas.

En 2010 se forja una red en Argentina, la de Médicos de Pueblos Fumigados. La actividad, la investigación y la denuncia de médicos comprometidos ante la contaminación ambiental y la consiguiente producción de enfermedades venía de tiempo atrás, pero en ese año se concreta la red, en buen medida como resultado de la valiente gesta vecinal en Barrio Ituzaingo, en la provincia de Córdoba, que logra se compruebe finalmente  la acción contaminante de la agroindustria.

Una coyuntura territorial, física, hizo una diferencia decisiva como para que el aparato judicial pudiera actuar (o no tuviera más remedio que hacerlo): muchas ciudades han ido perdiendo su cinturón de quintas, las que proveían tradicionalmente de verdura y fruta a las ciudades; la agroindustrialización ha ido desplazando y desmontando la pequeña producción rural y la ciudad se provee así desde megacircuitos; por ello se produce a menudo el fenómeno de que la producción rural en base a baterías químicas llega hasta los lindes de una ciudad; eso fue lo que pasó con Barrio Ituzaingo en Córdoba. Al principio, eso significó la risueña novedad para los niños de ver sobrevolar las avionetas descargando… su veneno. Pero muy pronto los vecinos más perspicaces empezaron a unir la ola de enfermedades que arreciaba entre ellos con aquellos sobrevuelos. Finalmente se pudo verificar que, por ejemplo, el agua de los depósitos hogareños estaba totalmente contaminada con los herbicidas con los que rociaban y “preservaban” los cultivos de soja. Se logró finalmente, 2012, una ordenanza prohibiendo el vuelo rasante o incluso el uso de mosquitos fumigadores a menos de 500 metros para glifosato y 1500 m. para endosulfán. Además fueron procesados productores y aviadores por daño consciente.

De más está señalar la insuficiencia patética de tales restricciones.

En 2015 han sobrevenido algunos hitos que podrían tener significación mundial para la implantación de OGM (o su prohibición);  Steven Druker, un estadounidense que viene bregando por frenar la transgenetización acrítica de los cultivos,  publica, en EE.UU., un nuevo libro, Altered Genes, Twisted Truth (Genes alterados, verdades en entredicho). Druker representa una red de refractarios a los alimentos GM que mantiene un juicio contra la FDA desde hace por lo menos 15 años.

En marzo de ese mismo año  la OMS declara, a través de su IARC (International Agency for Research on Cancer, Agencia Internacional para la investigación sobre cáncer)  que el glifosato es “probablemente cancerígeno”. Estamos hablando del herbicida que ha sido desde mediados de la década de los ’90 hasta ahora la llave maestra para la implantación de vegetales transgénicos. Cuya toxicidad fue advertida hace mucho. Veinte años demorando el juicio.

Monsanto-Bayer no quedó conforme, claro está, con el dictamen del IARC, que pateaba en contra de los intereses de las transnacionales y  sus apoyos gubernamentales.  No bien salido el informe de la IARC, los comentarios desde los laboratorios afectados fueron del tipo: ‘No es tan peligroso, el alcohol lo es más”. Con lo cual no negaban ─observemos esto─ la toxicidad del herbicida pero a la vez le daban algo así como el rostro risueño de “una copita”. Magistral maniobra, habría comentado Macchiavello.

Entonces, otro ente asesor, el JMPR (Joint Meeting FAO-WHO of Pesticide Residues, Comité Conjunto  sobre Residuos de Pesticidas), otro ente asesor de la OMS, devolvió la tranquilidad a los fabricantes de glifosato y a la agroindustria en general, dictaminando que  “es poco probable que haya riesgo de que el glifosato sea carcinógeno para los seres humanos, en una exposición a través de la dieta.”  En mayo de 2016, entonces, es decir 14 meses después, la OMS da marcha atrás con su dictamen de un año antes: el sistema de “puertas giratorias” revelaba su funcionamiento (una vez más, obviamente).

El JMPR desplaza el foco de atención: estima las “ingestas diarias admisibles” (IDA) de plaguicidas para las personas, dejando a un lado la atención sobre quienes trabajan y trajinan a diario con un veneno, concentrando la atención en los consumidores. Y respecto de éstos, se establece una suerte de “hacer de necesidad virtud”: los laboratorios no sólo emplean, y abundantemente, tóxicos para ofrecernos alimentos sino que nos quieren hacer creer que eso es admisible (es la jerga que emplean), aceptable, acercándonos peligrosamente a la idea de lo saludable.

Observe el lector cuáles son las funciones que la misma JMPR presenta como propias; “recomendar límites máximos para residuos de plaguicidas […].” Está fuera del análisis si puede haber producción de alimentos sin plaguicidas.

Cuando declaran que “es poco probable que haya riesgo […] en una exposición a través de una dieta”,  no sólo ignoran a los que trabajan con dicha sustancia, sino también a los miles de campesinos que se han suicidado (especialmente en India) con  un vaso de glifosato (porque las políticas crediticias los han fundido).

“Ingesta diaria admisible” IDA. Ingesta diaria resultado de una determinada forma de producir alimentos. Que si fuera necesaria, en todo caso habría que reconocer que es tóxica, pero con Public Relations nos quieren hacer creer que no genera enfermedad.

Esta comisión, JMPR asesora a la FAO,  a la OMS y a sus estados miembros. Tal vez lo más significativo esté en cómo se integra la JMPR.

Dice su folletería oficial en internet: “Selección de los miembros. Los expertos desempeñan sus funciones a título personal, y no como representantes de su país u organización.” En una palabra, no responden sino a su visión e interés personal, que es seguramente muy, pero muy bien atendido por laboratorios que ganan miles de millones de dólares anuales. Constituido entonces  el JMPR por una casta de profesionales cooptados.

Se trata de una comisión organizada desde el mundo empresario,  pero investida de autoridad a través de las redes de la ONU como para que se presenten como “ciencia”. En rigor, se dedica a calibrar cuanto veneno, cuántos tóxicos podemos ingerir… sin caer fulminados tan de inmediato como para que se rastree la causa.

Con el minué del IARC-JMPR, podemos verificar que estamos lejos de haber superado el tecnooptimismo con el cual se implantara la agroindustria basada en productos químicos. No sólo la de alimentos transgénicos, ciertamente, sino desde antes  la llamada agricultura a gran escala.

Este movimiento del capital (de la industria y de la  tecnología) sigue, al parecer, gozando de buena salud, valga la paradoja de usar tamaña expresión para agentes de las más extendidas y atroces enfermedades fuera de control.

De cualquier modo, en estos veinte años el ensanche de la resistencia a la invasión química parece haber crecido, porque se advierten más los ‘efectos no buscados’ de tantos desarrollos “promisorios”.

La advertencia de Rachel Carson, de hace más de medio siglo, Primavera silenciosa, sigue en pie.

Porque ya conocemos el origen de algunas manifestaciones de esa invasión química, porque hemos verificado transformaciones relevantes a nivel planetario, como la temible plastificación de los mares y el depósito de milimétricas o micrométricas partículas de plástico sobre los fondos marinos, ahogando los ciclos vitales allí existentes (tengamos presente que el fondo oceánico es ─tal vez era─ el mayor almácigo planetario…).

Porque la humanidad se está adueñando, mejor dicho haciéndose esclava de toda una gama de enfermedades nuevas ─como las autoinmunes─ a las cuales muchas hipótesis asocian con productos químicos desconocidos actuando en nuestros cuerpos.

Porque la cuestión de los alimentos transgénicos y su implantación depende de agentes químicos protectores de tales cultivos mediante la eliminación del resto de “la competencia” (un crudo mentís agrícola al liberalismo filosófico, por cierto…).

En 2015 sobreviene la prohibición total de OGM en Filipinas. Ignoramos cómo se procesará esta última política con un presidente filipino como el actual, partidario acérrimo del asesinato público de narcotraficantes y de mano dura contra el delito, con acentos xenófobos. Claro ejemplo que los transgénicos sirven para un barrido o para un fregado. En ese mismo año registramos la lucha por ingresar con OGM en “el granero de Europa”, la rica tierra ucraniana. Europa ha sido hasta ahora el continente con menor producción transgénica, a partir de una resistencia social bastante amplia (muy pocos países han autorizado OGM, como España).

En 2016, al lado del escalofriante retroceso en el ámbito de la OMS que ya vimos, sobrevino otro episodio de potencial amplitud y posible alcance mundial: los militares de la provincia china de Heilongjiang han dispuesto la prohibición de soja GM durante cinco años. Es “apenas” una provincia, pero china, es decir, se trata de una población de más de 40 millones de habitantes.

No queda claro si la prohibición de soja GM rige únicamente para sus militares o cubre el consumo provincial. La decisión proviene de la sospecha que tienen sus investigadores de que una serie de enfermedades nuevas o multiplicadas tienen que ver con el hasta ahora intenso consumo de soja GM o de alimentos confeccionados con dicha soja (origen EE.UU., Brasil, Argentina).

Aunque transitoria  y parcial la medida, coloca un gran interrogante sobre el porvenir de la soja GM. Fundamentalmente, porque se suma a otras muchas advertencias.

Aunque por las latitudes platenses sigamos ajenos y en el mejor de los mundos. Los 20 millones de ton. del 2000 son ahora más de 50 y los 70 millones de lts. de glfosato de entonces son ahora unos 350 millones (la diferente proporción en los aumentos de cultivo y herbicida revelan que cada vez se aplica más agrotóxico por unidad de suelo).

Esa impavidez es fronteras adentro. Estuvo de visita en febrero de 2017 un periodista italiano, Gaetano Pecoraro,[3] que quedó asombrado y atemorizado por el estado sanitario del país en las zonas fumigadas (un tercio aproximado de toda la Argentina), donde registró una inusitada cantidad de casos de cánceres, malformaciones congénitas, anencefalias y otras enfermedades vinculadas con toxicidad.

Pero de esto hablará Pecoraro en Italia. Porque aquí ni nos enteramos.

notas:

[1] Este texto se presentó como prólogo a la segunda ediciòn de Transgénicos: la guerra en el plato, Buenos Aires, 2000 y 2017.

[2] Vale la pena recordar que en dichos encuentros ha habido algunas voces de alerta como aconteció con la delegación boliviana que no acordó en la cumbre mundial de cambio climático de 2010, en Cancún la aceptación del límite de 2 grados centígrados para el calentamiento planetario recordándonos que ya 1 constituía una alteración de consecuencias gravísimas.

[3]  https://youtu.be/ZFzmkI8I5iE.

Publicado en Agronecrófilos, Argentina, Centro / periferia, Ciencia, Globocolonización, Nuestros alimentos

Destino de país. Uruguay 2018, Qué comienzo!…

Publicada el 02/03/2018 - 03/04/2018 por ulises

por Luis E. Sabini Fernández –

Esquemáticamente, hay dos formas de enfrentar las dificultades que se han presentado “inopinadamente” este enero y febrero; el cuestionamiento a la política del gobierno hacia “el campo” y el recrudecimiento de violencia en las calles.

El gobierno ha desechado los reclamos inicialmente y luego se avino a alivios fiscales en el primer caso y en el segundo, ha sopesado cómo atender y/o enfrentar a pobres embravecidos por las privaciones o estropeados por la droga.

Otra opción es rastrear orígenes. Ver así la clave de estos dos problemas en una causa. Casi todos los habitantes de barrios empobrecidos de la capital, vienen o han venido “del campo”. “−Mi viejo laburaba con ovejas, las esquilaba, las cuereaba… pero quedó sin trabajo… se  acabaron los asados de cordero y anduvimos yirando… en Guichón, en Paysandú y ahora en el Manga…

Con el sacudón de Durazno en enero se ha repetido hasta el cansancio: en los últimos diez años  han desaparecido 11 000 producciones agropecuarias; el 90% pequeñas y con ello, han desaparecido entre 100 000 y 200 000 pobladores rurales.

¿Dónde están? En Montevideo, en Casavalle, Piedras Blancas, Manga, Conciliación, Casabó, Maroñas, Marconi, Malvín Norte…

¿Qué es lo que expulsa la población del campo? Desde tiempo inmemorial: la gran propiedad. Antes era el latifundio. Ahora, las agroindustrias. Aquél, alambrando campos, expulsaba población que no “necesitaba”; éstas, mediante tecnificación, globalización, mercado mundial.

Pero ahora se ha presentado un nuevo factor en juego: la agroindustria acrecienta productividades “racionalizando” mano de obra, pero sobre todo, contaminando suelos y aguas.

Es el estado actual del Uruguay: uno de los países mejor irrigados del planeta, pero como un reconverso rey Midas, la agroindustria hace mierda el agua que toca.

Pero no es mierda. La mierda, en un organismo sano, es apenas el residuo del cual se desprenden los organismos vivos; la tierra agrícola se prepara como potrero de vacas, cabras u ovejas: ese estiércol favorecerá los cultivos.

La agroindustria es un rey Midas que no hace ni mierda ni oro; hace dólares y veneno. Lo segundo es un subproducto inevitable. Por eso es tan peligroso exaltar “las virtudes” de “la revolución tecnológica”: como con las vaquitas de Yupanqui, los dólares son para los agroindustriales y el estado; el veneno, para el pobrerío.

De los acontecimientos sonados en enero y en febrero de 2018 pasar a causas mediatas no significa ignorar eslabones intermedios, desde los cuales a menudo hay que operar sobre la realidad. Pero con este abordaje optamos por tratar de ir al fondo de los problemas, no arar en el mar.

 

 

La intensificación decisiva de la agroindustria fue impulsada desde las usinas ideológicas del USDA (Ministerio de Agricultura de EE.UU., por su sigla en inglés), a mediados de los ’90 para, “las praderas norteamericanas y las pampas argentinas”.[1] Ésa es la razón por la cual durante el siglo XX hubo solo dos países con cultivos “industriales” de soja transgénica en todo el mundo; EE.UU. y Argentina, en ese orden. La bandera de sumisión pirata fue la de Monsanto.

La alta rentabilidad que tanto seduce a productores modernos y gobiernos ávidos de dólares tiene, tiene esa gravosa contracara: la contaminación, un verdadero pacto fáustico.

¿No vemos acaso cada vez más niños, o adultos, en la calle, en paradas de ómnibus, con deformaciones óseas, pelo ralo, niños con manos sin dedos? ¿No vemos acaso cada vez más seres humanos con miradas erráticas, extraviadas (las enfermedades mentales también figuran entre las producidas por la contaminación)? Si los que aquí vivimos no nos damos cuenta, basta preguntar a forasteros, que se asombran de la frecuencia de tales presencias.

Los que vivimos permanentemente en un sitio normalizamos situaciones que pueden resultar absolutamente anormales; el periodista italiano Gaetano Pecoraro visitó a fines de 2016 las zonas sojeras argentinas y ha vuelto a Italia espantado haciendo un informe sobre las atroces secuelas de la agroindustria.[2] En Argentina, los medios de incomunicación de masas apenas si lo han registrado.

Ese proceso, que vimos desarrollado por el USDA, ese círculo vicioso, empezó en Argentina en 1996. En Uruguay, en 2002. Ya estamos ingresando al  mismo espanto.

Junto con ese proceso de “desarrollo tecnológico” tenemos también la tasa de suicidio más alta de América Latina. Los suicidios no brotan de la depresión sino de la exclusión, el desarraigo, la crisis de las relaciones socio-afectivas (y en muchos casos, también causados por  la contaminación).

La alternativa, entonces,  no es incrementar la agroindustria con monocultivos forestales o sojeros, con su acompañamiento inevitable de fertilizantes y plaguicidas. Algo que vemos como “solución”, para tantos referentes de los nucleados en Durazno, en enero. Para éstos, las “mochilas” pasan por los costos altos, los ahogos crediticios, los endeudamientos, el precio asfixiante de la energía. Todas esas objeciones son certeras, pero hay que asumir que encarar tales “mochilas” sirve para afianzar la agroindustria; seguir contaminando y despoblando el campo.

El éxito de los feed-lot en Argentina, donde se puede producir carne concentrando mil vacas en 1 ha convertida en un lago de excrementos las 24 hs., con las consiguientes enfermedades y matanza de vaquillonas (porque la sobrevida en esas condiciones es corta), no ha podido reproducirse (con tanto éxito) en Uruguay. Alegrémonos. Tenemos óptimas condiciones naturales para apostar a otro tipo de producción en lugar de commodities. Están las specialities, que exigen mucha mano de obra y no necesitan contaminación, ni tanto suelo.[3]

El FAEPNM acentuó la política de “modernización” y extranjerización de la tierra de la mano de una filosofía presuntamente científica, en rigor regida por los desarrollos de emporios tecnológicos transnacionales.

Durante los últimos años de la primera década del s. XXI la Bolsa Agrícola de Chicago mantuvo como estrella a la soja transgénica− su “viento de cola” aparejó un cierto éxito para gobiernos inclusionistas, como el FAEPNM, el kirchnerismo, el PT y su “hambre cero”. Ese ciclo se ha evaporado.

El FAEPNM acentuó la geopolítica de dependencia al capital monopólico transnacional que llevaban adelante los partidos “tradicionales”, en particular el Colorado, tan identificado con el centro geopolítico estadounidense. El imperio, globalizador, es insaciable.

En los ’70 se expandieron las zonas francas, reencarnación de las economías de enclave del viejo colonialismo. Otra forma  de “prestar” o ceder población a empresas extranjeras. Y no solo población. Ahora también rolos…

¿Tenemos que aceptar el avance de enfermedades por contaminación, el de la locura de los frustrados, el de la pobreza sobre los desplazados del proceso de concentración económica, quebrando el espinazo del proyecto de país que, como sociedad, tanto hemos valorado?

[1]  Dennis Avery, Salvando el planeta con plásticos y plaguicidas, Hudson Institute, Indianapolis, Indiana, EE.UU., 1995.

[2]  Hay traducción: “Italia difunde la tragedia argentina de los agroquímicos”, El Federal, Bs. As., 3/11/2016.

[3]  Ya lo explicó César Vega, agrónomo: plantando ajo se gana tanto como con soja o maíz transgénicos, pero con la centésima parte de la tierra.

Publicado en Agronecrófilos, Centro / periferia, Uruguay. Qué hacer

La filosofía no dicha de Alejandro Nario

Publicada el 19/01/2018 por ulises

por Luis E. Sabini Fernández

Alejandro Nario: aprobación de nuevos transgénicos fue «un error importante». Montevideo Portal.

El director de DINAMA, Alejandro Nario, ha lamentado la aprobación de algunos nuevas variedades transgénicas sin aplicar el principio precautorio, sin atender necesidades propias del país, como p. ej. en el caso de la aprobación de un maíz que se sembrará solo para atender un mercado exterior, que poco y nada dejará al Uruguay, salvo, eso sí, los residuos químicos propios de los cultivos agroindustriales.

Nario lamenta pero aclara, apresurado, que él no está en contra de los transgénicos. Análoga actitud cuando habla de la calidad del agua, por ejemplo en el río Negro, ante el uso proyectado de UPM de esa corriente; quiere estar atento a la calidad del agua, y aclara que lo hace porque se trata de una corriente pequeña, que si se tratara de una celulosera al borde del Atlántico, no le importaría −lo dice risueñamente− que vertiera al océano la cantidad de tóxicos sin preocuparse de ello.

Nario nos aclara así que no es ecologista ni lo quiere ser. Y que es, en cambio,  un partidario de los desarrollos de la agroindustria. Acepta dicho desarrollo pero lo quiere hacer con cierta prolijidad. Sus fundamentos ideológicos, los del FA, no le permiten ni vislumbrar la trampa ecológica en que la tecnoindustria, ésa sí fundamentalista, nos ha ido encajonando a prácticamente a toda la humanidad y muy particularmente a nuestro país.

Ni se le pasa por las mientes que la catástrofe ambiental que el planeta está viviendo, con una pérdida de biodiversidad planetaria ya muy perceptible, que el daño generalizado al mar océano que todos los investigadores y oceanógrafos testimonian con dolor y desesperación,[1] con todos los trastornos climáticos (como que nieve en el Sahara y que el casquete polar ártico esté a punto de desaparecer), que todo el aumento de radiactividad que está afectando a todos los seres biológicos, incluidos los humanos; que la aparición de enfermedades nuevas o la expansión de otra no nuevas; que la ya comprobada crisis de fertilidad de incontables especies incluida la humana, no son bendiciones bíblicas como algún optimista quisiera creer, tampoco son todas medidas arbitrables y dominables mediante los avances tecnológicos (que existen, ciertamente, y mejoran muchos aspectos, pero que son totalmente insuficientes y hasta contraproducentes ante otros).

Nuestro hombre quiere mejorar los procedimientos productivos. Pero en rigor, sus recaudos no resultan sino una coartada para poder aceptar con elegancia la ofensiva de la agroindustria. Que no es por cierto, local; proviene del centro planetario.

Concretamente los cultivos transgénicos se implantan a mediados de los ’90[2] y eso se lleva a cabo por el USDA, el Ministerio de Agricultura de EE.UU. (con su gerente de tareas, Monsanto). Y desde allí se difunde la orientación general, universal. Desde esa red de organizaciones tecnocientíficas surgirá la cantidad de papers suficientes para atiborrar los recaudos de Nario.

 

Un buen ejemplo es lo que ha pasado con cierta toxicidad del glifosato, el herbicida más usado del mundo entero. Durante años, desde fines del s. XX, diversos investigadores han estado advirtiendo sobre su toxicidad, carácter cancerígeno incluido. Finalmente, en marzo de 2015 el IARC (Agencia Internacional para la Investigación sobre Cáncer, por su sigla en inglés) que es un ente asesor de la OMS, declara: “que el glifosato es probablemente cancerígeno”. Con esa medida observación se le quita al glifosato su aura de inocuidad tan cuidadosamente cultivada por Monsanto y el USDA durante tantos años.

¡Para qué! Monsanto salió de inmediato –pese a que se ha comprobado judicialmente que varias de sus aserciones han resultado falsas o más bien fraudulentas− con el comentario que el glifosato era menos peligroso que el alcohol (una curiosa manera de hablar de su inocuidad).

Observe el lector: la OMS aceptó tipificar al glifosato como peligroso luego de más de 15 años de reclamos fundamentados en diversas investigaciones. Un año más tarde –apenas uno− la OMS da marcha atrás con su dictamen.

¿Cómo es posible?  Porque en los meses posteriores a la bendita declaración de no inocuidad, un Comité Conjunto sobre Residuos de Pesticidas (JMPR, por su sigla en inglés), que también es un ente asesor de la OMS, desechó el dictamen de IARC.

Pero ¿qué es el JMPR? Un ente reconocido por la OMS,  constituido por técnicos a título personal, que se dedican a “recomendar límites máximos para residuos de plaguicidas” [sic]. Reparemos en cuán lejos estamos de una agricultura que promueva la salud: el  JMPR se limita a promover, en todo caso, el menor envenenamiento posible.

JMPR es la coartada que tiene la industria para contaminar legalmente. De ella se vale, ciertamente Monsanto (y tantos otros consorcios con envenenamiento “bajo control”). Con técnicos reconocidos institucionalmente pero designados por su interés o posición personal.

No podemos dudar de su funcionalidad. Y de la fineza auditiva del USDA para remolonear con las críticas al glifosato y tener tanta presteza ante los “sobreseimientos”…

 

Con el avance de la globalización, que reconoció un fuerte empuje con el colapso soviético, la orientación general y las particulares de cada estado nacional han quedado cada vez más incluidas, o sumidas, en lo que algunos llamamos globocolonización.

Basta ver cómo los alimentos transgénicos entraron manu militari en Paraguay o en Brasil para reconocer la escasa autonomía política que hemos tenido en la periferia para decidir. El llamado a la modernización, a la tecnificación, a la integración, implica el pasaje de una agricultura de pequeña o mediana escala a una de grandes dimensiones.  Y el apuro para esa conversión ha sido tanto que, por ejemplo, en Argentina, en 1996, se aprueban los primeros “eventos transgénicos” en idioma inglés, aunque el idioma oficial del país seguía siendo  –oh maravilla− el castellano.[3]

La agroindustria, el fruto más ponderado de la modernización, fue concebida en términos económicos acordes con las necesidades de una sociedad de grandes dimensiones y con muchos intereses fuera de fronteras (lo que en lenguaje tradicional se denominaba, imperiales). Consiste en la aplicación de grandes baterías de máquinas de gran porte, que cosechan y separan los granos; que requieren de grandes llanuras (el modelo fue diseñado en EE.UU. pensando precisamente, ‘en las praderas norteamericanas y las pampas argentinas’).[4]

En un país ondulado, como el nuestro, los rendimientos de tal modelo bajan sensiblemente (por eso el gobierno uruguayo se aviene a recibir sojeros agroindustriales argentinos y los tratan con guante de seda, para que no pierdan tanto de sus draconianas ganancias… lo hacen “regalando” nuestra tierra y agua, a precio vil). Es la misma razón por la cual los campos de concentración para vacunos que se han “popularizado” en Argentina (con el nombre, inglés, claro, de feed-lot) no han prosperado tanto en Uruguay.

Nuestro país podría lograr grandes rendimientos no adoptando la modalidad de escala de la agroindustria sino adaptándonos a nuestras propias dimensiones, apostando más a  establecimientos más pequeños y con cuidados más personalizados. Transformando la consigna turística “Uruguay natural” en un objetivo socioeconómico (y político, cultural y, sobre todo ambientalmente amigable).

El ejemplo de lo acontecido en 2017 en Canelón Chico, Canelones, donde un productor agroindustrial contaminó haciendo uso de “sus” herbicidas una corriente de agua que envenenó a todos los agricultores de medio porte aguas abajo, dedicados a la producción local de alimentos debería funcionar de contraejemplo para nosotros.

¿Qué sentido tiene apostar en Uruguay a commodities que Argentina o Brasil pueden decuplicar o centuplicar respecto de nuestros volúmenes casi sin esfuerzo? Apostar en cambio a specialities nos facilitaría los rendimientos, la calidad alimentaria  y nos aseguraría un mercado sabiendo que, por empezar, todo el mercado europeo está muy sensibilizado ante la contaminación alimentaria, y que pagan de muy buena gana precios mucho más altos con alimentos más sanos.

Claro que para eso, tendríamos que recuperar la calidad del agua que teníamos antes del ingreso “al mercado global”, cuando el agua en nuestro país era de buena calidad y el suelo uruguayo era uno de los territorios mejor irrigados del planeta (Uruguay tiene un porcentaje de fertilidad de la tierra entre un 84% y un 93%, según estimaciones; uno de los más altos del mundo; pensemos que a China se le atribuye un 10%).

La irrigación todavía, grosso modo, la tenemos. Pero, ya sabemos, no alcanza.

Apostar a las specialities no nos permitirá recibir los dólares que “abundan”, pero que en rigor suelen recaer en yates puntaesteños, en apartamentos neoyorquinos. Porque a la inmensa mayoría, apenas si nos llegan.

Dejar de beneficiar a la agroindustria es no apostar a que el dinero trabaje por nos, apostando al trabajo y de pequeña escala. Claro que eso nos impele al trabajo de calidad y, paso previo, a la formación profesional correspondiente.[5]

El precio político, cultural, que significa la apuesta a la agroindustria masiva es la satelización que, como sociedad uruguaya, sufrimos. No es en absoluto un fenómeno o un rasgo particular nuestro; es característico de las economías periféricas u subalternas.

La pregunta es si con el modelo globocolonial, podemos mejorar la calidad de vida de la mayoría, es decir de todos nosotros, los uruguayos. Si cada vez vivimos mejor, nos expresamos mejor, comemos mejor, tenemos mejor asistencia sanitaria.

O si por el contrario, se ensancha la brecha y estamos construyendo una sociedad con hiperricos y privilegiados (que son, cada vez más extranjeros) y una creciente porción de la población cada vez más segregada o excluida, con bajos ingresos, aun entre los que tienen trabajo…

Ya vimos que, por lo visto, no bebemos mejor.

 

[1] Julia Whitty, oceanógrafa estadounidense, “The Fate of the Ocean”.

[2]  En los ’70 en EE.UU. se inicia experimentación transgénica pero inicialmente para producir medicamentos en gran escala.

[3]  Argentina tiene el dudoso privilegio de haber sido el único estado nacional que acompañó a EE.UU. en la producción de alimentos transgénicos en el siglo XX.

[4]  Dennis Avery, Salvando el planeta con plásticos y plaguicidas, Hudson Institute. El título no encierra la menor ironía.

[5] El primer censo universitario del país, 1968, reveló una estructura profesional e “intelectual” que es suicida para un país integrado: Uruguay disponía entonces de 8000 estudiantes de abogacía (el ejercicio profesional daba trabajo a una octava o décima parte) y 300 estudiantes de agronomía, que era entonces, como ahora y tal vez más, el eje de nuestra actividad económica.

Publicado en Agronecrófilos, Centro / periferia, Globocolonización, Uruguay. Qué hacer

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