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Categoría: ecología

CONTAMINACIÓN: ¿RASGO PRINCIPAL DE NUESTRA CIVILIZACIÓN?

Publicada el 01/12/2024 - 01/12/2024 por luissabini

por Luis E. Sabini Fernández  /  28 noviembre 2024

 

Una vez cada tanto recibimos “el golpe” de una noticia que trastorna nuestro universo cotidiano.

El concepto del título puede tener muy variables significados, materiales, espirituales, pero estas líneas van a discurrir exclusivamente en el plano físico; vinculado con nuestros cuerpos (aunque no exclusivamente; ya sabemos todo es uno).

Con los alimentos, nuestras comidas cotidianas, las advertencias han sido reiteradas. Pero al parecer el papel persuasivo de los emporios que controlan la producción, circulación, y disposición de los alimentos que constituyen nuestra dieta habitual, es lo suficientemente poderoso como para que sigamos consumiendo lo que el mercado ofrece, independientemente de si tales alimentos son saludables o no.

Si nuestra hipótesis es certera se nos abre un abismo a causa de nuestra impotencia.

Los hábitos alimentarios de la humanidad han cambiado en el último siglo, o más acentuadamente todavía, desde la segunda mitad del siglo XX, a un ritmo que no tiene precedentes: durante siglos y hasta milenios se comió con menos modificaciones en los alimentos que todas las que se han sucedido en los últimos cien años.

¿Pasó algo entonces para haberse generado tantos cambios y modificaciones en nuestros  hábitos alimentarios?

Ciertamente. Resumidamente lo titularía: AWOL. American Way of Life.

Lo que llamamos modernidad (los historiadores suelen hacer coincidir su surgimiento con el Renacimiento, siglo xv) vino desarrollándose cada vez más intensamente a través del laicismo, la industrialización, los despliegues científicos y tecnológicos, los grandes inventos consiguientes (y la aplicación de viejos inventos, sobre todo chinos) aplicados a la producción y circulación de bienes materiales, el ensanche del mundo incorporando las Américas a la vieja globalización mediterránea (ahora atlántica), y con el paso de los siglos, una tecnificación progresivamente acelerada.

A mediados del s xx, tras el tendal dejado por la 2GM, nos encontramos con una potencia que ha ido tomando más y más poder mundial, desplazando a los parcialmente perimidos colonialismos británico y francés; EE.UU., que vanguardiza prácticamente casi todos los rubros de la modernidad. La influencia american se extiende por todo el mundo, y se afianza: energía a petróleo en lugar de carbón, abundancia en lugar de escasez, democracia en lugar de monarquías y “viejo orden”. Automóviles para los desplazamientos; y no en topolinos sino en colachatas; las ciudades norteamericanas se diseñan con más espacio del que disponía la campiña italiana, por ejemplo, para sus vides, limones, aceites. Ciudades tan “estiradas” necesitaban un vehículo de conexión como el automóvil. Y la americanization se fue globalizando.

EE.UU. siente llegada su hora. Su cultura. Diseñadores dietéticos postulan la aplicación de la ciencia a nuestras comidas; se diseñan pastillas que otorgan a cada humano todas sus nutrientes, de un modo científico, más preciso que cualquier menú tradicional.[1]

Pero si no íbamos a superar lo alimentario, íbamos sí a superar los alimentos. En EE.UU. comienza una revolución culinaria: basta de agua, vino o cerveza para acompañar comidas; un brebaje diseñado a comienzos del s xx, con algún estimulante y azucarado, será el estandarte líquido de la comida estadounidense. Y el aumento de grasas y azúcares será otro. Como el American Way of Llife tiene siempre un ojo puesto en la billetera, se ensancharán los platos (llegarán a ser de 30 cm de diámetro) para servir porciones mayores, estimulando el consumo.

Todas estas medidas tendrán su coletazo imprevisto e indeseado: el aumento de peso de los cuerpos humanos, la obesidad como anomalía cada vez más presente.

Pero los alimentos no se procesan sólo en las cocinas y en las mesas. La agroganadería estadounidense revolucionará también los piensos suministrados a los animales de crianza: se desarrolla toda una ingeniería agronómica para producir más revolucionando todas las técnicas agronómicas: ya no será sólo el agua, las piedras de cal, y algunos otros caldos, como el  bordelés; ahora los laboratorios cada vez más a cargo de la industria alimentaria, irán produciendo toda una batería de sustancias llamadas fertilizantes –para que las plantas las absorban− y de otras sustancias denominados genéricamente “fitosanitarios” o “agrotóxicos”  –para que las plagas los absorban.

Solo que el “reparto” no es tan exacto como pretendían los técnicos y cada vez más, vamos a ir verificando que los venenos no sólo envenenan a los objetivos de las aplicaciones… sino también, a los mismos alimentos, a los que aplican y a sus comensales finales.

A lo largo de las últimas décadas, muchas ya, hemos ido recibiendo diversas llamadas de atención al respecto.

Muy sucintamente: en 1962, Rachel Carson, bióloga estadounidense, escribe como  alegato, Primavera silenciosa, donde explica como los agrotóxicos, cada vez más extendidos en el medio rural (entonces norteamericano) están acabando con los insectos y otra fauna menor, fundamentalmente muchas especies polinizadoras, y las aves de ese hábitat (a las que alude en su título).

Los grandes laboratorios indirectamente aludidos iniciaron una campaña de desprestigio y presión, cuestionándole su capacidad profesional. Para muchos significó arruinarle la vida a Carson que murió con 57 años, apenas un año y medio después de la aparición de su libro.

Toda una recordatoria de lo que cuesta investigar contra los intereses corporativos.

 

Matar a la naturaleza, para que mejore…

Luego de la denuncia de Carson, la quimiquización de los campos (y consiguientemente de las ciudades, de la sociedad humana) se expandió todavía más, mucho más, de modo imparable.

A la par, la sociedad, en primer lugar la norteamericana, pero por fenómenos de expansión imperial, la sociedad occidental inmediatamente después y progresivamente, el mundo entero, fue registrando así el pasaje de la “agricultura tradicional” a la agricultura “científica” o contaminante, según valoremos el rasgo que la caracteriza.

Se fueron sucediendo nuevos capítulos de esos avances científicos o contaminantes. O mejor dicho, científicos contaminantes.

La ciencia suele ser el eslabón para mejorar nuestros saberes operacionales y en ese sentido, la ciencia no tiene porque ser acompañada de contaminación. Pero en las circunstancias históricas que venimos reseñando, la ciencia no proviene de un saber curioso que ha alimentado nuevos aprendizajes para entender el mundo y modificarlo, sino de empresas que se han dedicado a  desarrollar ciencia y técnica, mejor dicho técnica y ciencia, para incrementar rendimientos. Crematísticamente. La utilidad pasa a ser primordial, no la calidad, en este caso alimentaria.

En concreto, lo que se suele llamar modernización de la agricultura, que incorpora nuevos saberes científicos, incorpora fundamentalmente nuevos recursos tecnológicos, donde la cuestión de los costos desempeña papel primordial. Pero no un abordaje real de los costos en todos sus aspectos, sino un abordaje funcional, pragmático, de los costos inmediatos de una modernización dada: si plantar y carpir sale 130 y plantar y tender un germicida (que no afecte la plantación principal, porque por ejemplo es transgénica y está así programada) sale 110, la “solución” es clara: se opta por el germicida, más “económico”.

Si incluyéramos en los costos las intoxicaciones y enfermedades derivadas del uso de semejante tóxico, la pérdida de calidad de vida de la población afectada por el cultivo con agrotóxicos, y la pérdida de calidad alimentaria de ingerir alimentos con venenos “incorporados”, y el costo de las afecciones resultantes, entonces los costos de la agricultura “moderna”, agroindustrial”, ”inteligente” (sic!), sería apreciablemente mayor que la vilipendiada agricultura tradicional.[2]

Pero así “no se hacen las cuentas”.

Los laboratorios y las empresas de semillas y “mejoradores” tienen otra contabilidad: que las enfermedades, los envenenamientos, lo paguen las familias particulares, víctimas, o las redes asistenciales (que lo harán, generalmente mal) sin que afecte la contabilidad del consorcio que ha ignorado la salud pública.

Éste es el “santo y seña” del mundo empresario cuando genera algún “problemita”.

Las décadas del fin del siglo xx verán el debate de las redes campesinas y rurales contra la creciente contaminación.

Que dista, y mucho, de ser exclusivamente alimentaria.

 

 

La plastificación de las sociedades humanas

En 1996, otros tres biólogos, también estadounidenses, tras un relevamiento de años por diversas zonas del subcontinente norteamericano, Dianne Dumanoski, John Peterson Myers y Theo Colborn, presentan un informe con el sugerente título Nuestro futuro robado.[3]

Donde muestran y demuestran como algunos materiales plásticos se han ido infiltrando en los cuerpos de los seres vivos (porque, por ejemplo, presentan similitudes con estrógenos) y están causando atroces alteraciones en los recién nacidos (pero no solamente). Logran en primer lugar ubicar algunos de esos plásticos y plastificantes generadores de tantos daños genéticos y a  sus víctimas en la fauna silvestre: gaviotas hembras que han cambiado su comportamiento, y contaminadas, adquieren el propio de machos; cocodrilos en la Florida cuyos penes se han atrofiado tanto  por contaminación plástica que ya no pueden fecundar a las hembras, y así sucesivamente.

Curiosamente, ni el sacudón de 1962, ni el de 1996 parecen haber tenido efecto duradero. Nuestra sociedad contemporánea resulta impermeable a desafíos que incluso afectan nuestras propias vidas.[4]

Con la fabricación de plásticos, inicialmente termorrígidos, como la  bakelita, pero a poco, termoplásticos que revelarán, como la palabra lo dice, enorme plasticidad comienza un proceso que hoy caracteriza a “todo el mundo”. Los termoplásticos, obtenidos a partir de la polimerización del petróleo, irán poco a poco introduciéndose en todo. Una cualidad, que la industria petroquímica encontró y que para esa industria significó fuente de ganancias; la no biodegradabilidad, es tan extraña y ajena a nuestro hábitat que carece de una palabra para expresarlo; y por eso usamos dos.

La petroquímica expandió por el planeta su “producción”, cuidándose muy bien de averiguar su destino o consecuencias. El optimismo tecnológico que ha funcionado como verdadero “opio de sus titulares” hizo que descuidaran semejantes implicaciones. ¿Cómo si era nuevo podía ser malo? ¿Acaso no es lo viejo, lo perimido, lo premoderno lo (único) que puede ser malo?

Por la misma razón, se evita advertir cómo contaminación puede producir trastornos en nuestra sexualidad y se prefiere, en cambio, “convertirlos” en ”nuevas visiones de la sexualidad”.

Y el volumen del daño fue creciendo incontenible. Los promotores de la industria petroquímica, como la de los “fitosanitarios”[5] para el mundo rural, optaron  por la política del “que me importa”. Y con esos parámetros, se convirtió en una de las ramas industriales de mayor rentabilidad en el mundo entero. En rigor, porque tenía tamaña rentabilidad, se desechó toda política restrictiva a agrotóxicos o a plásticos.

Quedaba sin resolver el destino de un material –los plásticos− que no desaparece nunca, que sólo va cambiando de forma (se intentó en los primeros momentos su incineración, pero la toxicidad hasta del aire se hizo tan gigantesca e insoslayable que se desistió). El optimismo tecnológico permitía no  hacerse responsable de sus actos; más valía desvincularse de ellos. El recurso  del pagadiós.

Como se trataban de adelantos e inventos tecnológicos, tenían licencia garantizada de antemano (aunque nadie imaginó, seguramente, que era para matar).

Porque ante cada avance tecnológico, el ensanche incontenible de los productos químicos –el hallazgo o invento de una nueva sustancia−, se trató siempre de ver el aporte (que fuera enfriador, conservante, ignífugo, suavizante, y la innumerable variedad de funciones atractivas, pero jamás examinando sus inconvenientes o desventajas (salvo que fueran tan patentes, como, por ejemplo, un lubricante excelente que resultara altamente inflamable). De ese modo, de decenas de miles de productos químicos característicos de nuestra sociedad actual, apenas un 10% tiene una ficha de relevamiento más bien completa con ventajas y desventajas;  la inmensa mayoría de productos químicos que usamos fueron ideados para cumplir una función estimada como deseable, ignorando las más de las veces  qué otros rasgos o características tenía; por ejemplo si era asimilable por cuerpos vivos, si era alojable en órganos de mamíferos (o de insectos). Tampoco se agregaban datos sobre otros rasgos, ajenos al hallazgo tecnológico diseñado para alguna tarea particular (rasgos que podrían revelarse altamente problemáticos, que es lo que ha estado pasando con tantos nuevos productos químicos).

 

De esa manera, la humanidad, y sus centros de documentación y relevamiento no supieron o pudieron o quisieron ver la lenta pero inocultable acumulación de plásticos en los mares del planeta.

Tampoco se visualizó que esos plásticos, erosión mediante, cambiaban totalmente de aspecto (pero no desaparecían porque no se biodegradan):  se iban convirtiendo en partículas cada vez más pequeñas, microplásticos.

Las investigaciones de Mathew Savoca[6] nos introdujeron en otro camino del que los desarrollos tecnocientíficos no tenían la menor idea: los microplásticos, poblados por organismos microscópicos, resultan apetitosos para peces.

Con lo cual estamos introduciendo plásticos, muchos ya comprobadamente disruptores endocrinos, que podían ser generadores de quistes, a menudo cancerígenos, en los peces que los engullían. Y siguiendo las cadenas tróficas, esas carnes afectadas terminaban a menudo en los eslabones más “altos” de dichas cadenas; los tiburones, los osos polares, los humanos…

Los plásticos han ido extendiendo su necrosis en los más recónditos sitios y cuerpos. Hay reacciones, pero hasta ahora limitadísimas, aunque significativas: en algunos hospitales han retornado a los envases de vidrio para sangre, que son mucho más costosos pero confiables. Análogamente, en algunos lugares se ha vuelto a las mamaderas de vidrio. Se ha verificado que las industrializadas por la petroquímica, de policarbonato −hasta entonces considerado un plástico de “superior calidad”− contienen, por ejemplo, Bisfenol A, un producto probadamente cancerígeno.

Pero no hay que sorprenderse de esos “retrocesos” puntuales. Más bien hay que asombrarse que la plastificación, así como la incorporación de productos químicos a los alimentos generados desde las grandes empresas, en calidad de edulcorantes, conservantes, gelificadores, estabilizadores, floculantes, reguladores de PH, y varias otras funciones, pudiera resultar algo saludable.

En rigor, cuando se implantó industrialmente se sabía que el edulcorante jmaf [7]  es obesogénico y está detrás de enorme cantidad de población obesa (que significa población que estadísticamente es mucho más costosa por la atención médica que requiere y la cantidad de intervenciones médicas o quirúrgicas que también requieren, amén de la destrozada calidad de vida de muchos de quienes la sufren).

Pero este desprecio por los destinos personales por parte de “las fuerzas que mueven el mundo” (por ejemplo, las de “el mercado”, pero también las instituciones “públicas”) no es nuevo. También se sabía que los alimentos hidrogenados (que facilitan al mundo empresario prolongar la “vida útil” de los alimentos) son en realidad tóxicos. Y hemos tenido, tenemos, margarinas hidrogenadas, para facilitar una reposición sin esfuerzo. Lo mismo tenemos que decir de los alimentos envasados en aluminio, a menudo calentados o cocinados así, que nos “brindan” un metal que no pertenece a nuestro organismo (es decir, es veneno).

 

Para enfrentar la catarata de venenos y tóxicos agregados a la “comida moderna” se ha recurrido a los “límites de seguridad”, presentados como verdadera tabla de salvación para evitar que un material se convierta en una amenaza a nuestra salud. En rigor, se trata de una coartada para sostener con tranquilidad de conciencia que si ingerimos por debajo de ese límite, no hay problema. Algo básicamente falso porque no se evalúa cuándo y cuánto ese límite se traspasa a lo largo de tiempo –algo que pasa siempre− y cómo se sobremontan límites de seguridad aplicados a alimentos distintos. La fábula de los límites de seguridad podría funcionar si sólo se tratara de un único alimento ingerido una única vez.

Las secuelas de tóxicos en nuestros alimentos no tienen porque ser siempre tan fuertes como con las del Nemagon, el nematicida que fue usado durante buena parte de la segunda mitad del siglo xx, particularmente en América Central, cuando ya la agroindustria y el negocio agroquímico habían sentado sus reales.

Es un nematicida aplicado a los cultivos de bananas, que fue envenenando a sus operarios, esterilizándolos. El dañó alcanzó a decenas de miles de trabajadores bananeros.[8] Y por tratarse de una intoxicación oculta, y desconocida para sus propias víctimas, tardó mucho tiempo en salir a luz, tras innumerables conflictos y penosas separaciones de parejas  basadas en suposiciones equivocadas. Nadie se imaginaba estéril.

Al mejor estilo imperio-colonia, el Nemagon resumió rasgos de esa histórica y asimétrica relación.

 

En 2017, otra vez, una investigadora, Shanna Swan, escribió otro texto atrozmente preocupante y anticipatorio: Count Down (Cuenta regresiva), que hace referencia al tiempo de fertilidad que le va quedando a la humanidad, con una calidad y cualidad reproductiva cada vez más cuestionada y alterada por lo presencia de sustancias plásticas que provienen de la difusión sin control ni medida de tales materiales en nuestra vida cotidiana. Que  alcanzan la leche materna, y todos nuestro flujos corporales. Y que, como ya lo habían visto Dumanoski, Peterson Myers y Colborn, afectan los cambios de género sexual, que con lenguaje progre llamamos “fluidez de género” para no herir “las llamadas nuevas sexualidades”.

Swan sostuvo, sostiene, que la especie humana se está destruyendo a sí misma por contaminaciones sucesivas, en medio de la mayor inopia. Volvemos al profético relato de Bradbury.

Y nos golpea el cerebro el porqué.

“Pero hay su dificultad”, como nos explicaba nuestro primer payador oriental, Bartolomé Hidalgo, “Dificultad en cuanto a su ejecución”.[9]

Porque estos efectos devastadores que hemos estado repasando muy sumariamente, constituyen la fuente de rentabilidad para grandes consorcios transnacionales que tiene sus sedes en Londres, Nueva York, Tel-Aviv y otras capitales financieras del mundo.

Como ejemplificáramos con la petroquímica, de hecho un desarrollo industrial genocida pero que jamás ha rendido cuentas de los desastres ambientales (y humanos) que ha provocado.

Nuestro presente no parece tampoco propicio para enfrentar tales emporios. Porque la red de control planetario  −mediática, económica, comunicacional− que abarca las más diversas áreas de la actividad humana, como la actividad banquera, universitaria, sanitaria, de transportes, noticiosa, constituye una trama  general con puntos de roce entre distintos personajes, pero con un alto grado de coincidencias, como se vieron cuando la pandemia decretada en 2020.

Por ejemplo, desde ONU, OMS, PNUD, PNUA, OIT, PMA, UNICEF, ONU-HÁBITAT, UNFPA, UNESCO, FAO, UPU, FIDA, UNRWA, ACNUR, ONUSIDA, OACI, OMPI, UIT, OMM, y muchas más comisiones de alcance planetario.

Cuentan con grandes aliados cooptados, por ejemplo, entre elencos políticos nacionales y locales que desde 1945 para aquí son guiados o asistidos por toda la  burocracia transnacional cuyas abreviaturas hemos reseñado.

Que trabajan además conjuntamente con otras redes supranacionales que no surgieron desde la ONU, pero están íntimamente entrelazadas: OMC, FMI, CPI, BM, CMNUCC, CTBTO, OIEA, CCI, OIM, OPAQ.

ONU y sus derivados no nos preservan de tóxicos ambientales; nos lo administran. Para que no resulten tan chocantes.

Así pasó con la OMS y la pandemia decretada en 2020 (previa redefiniciòn del concepto de “pandemia” a cargo de la mismísima OMS, que tiene además una configuracion peculiar; dejó de ser una instancia con funcionarios públicos para ser un mix de públicos y privados).

Así pasó también con la CPI (particulares) y la CIJ (estados), en La Haya, respecto de los asesinatos bajo la forma inexcusable de genocidio. Al Estado de Israel incurso en tales atrocidades se le advirtió, “amonestó”, pero se los ha dejado hacer. Mostrando lo qué valen, realmente, los derechos humanos; la carta ética de la ONU.□

[1]  El proyecto alimentario “científico” tuvo que ser abandonado porque los intestinos, desocupados, constituían una pena de muerte atroz. Podríamos haber salteado tan penosa advertencia con apenas recordar lo que nos señalara Francisco de Goya; “Los sueños de la razón producen monstruos”.

[2]   Sugiero la lectura de Vandana Shiva, formidable intelectual india sobre esta cuestión de costos.

[3]   Our Stolen Future. Traducción al castellano, Nuestro futuro robado, Ecoespaña Editorial, Madrid, 2001. Que jamás pude encontrar en CABA, Argentina.

[4]  Un cuento, corto, de Ray Bradbury, parece aludir a esa estolidez, a esa indiferencia o impotencia, a ese fatalismo de nuestro mundo actual: Bradbury cuenta que una pareja de veteranos, al fin del día, escucha en el informativo que ése es el último día del planeta, porque una catástrofe sin precedentes y de alcance mayúsculo acabará con esa transmisión, con esa radio, con esa ciudad, con ese mundo… La pareja escucha en silencio y uno de ellos entonces le pregunta a su cónyuge: ¿apagaste bien las hornallas?, ¿cerraste las llaves de paso?, ¿la puerta del fondo está bien cerrada?, poniendo cuidado en llevar a cabo las rutinas de todos los días. Pero incapaces de reaccionar ante algo incomparablemente mayor, sobrecogedor, pero ajeno a las rutinas…

[5]  Porque el desarrollo tecnocientífico impuso, como siempre, su propio vocabulario y los agrotóxicos fueron bautizados fitomejoradores. Así como el lenguaje popular designó “remedio para las hormigas” los insecticidas que se espolvoreaban para combatirlas. Algunos tan, pero tan tóxicos, que pese a la ortodoxia cientificista, debieron ser abandonados ; caso del DDT (expresarlo me valió un despido laboral, de un suplemento periodístico presuntamente científico, en rigor cientificista). Disculpe el lector esta digresión personal.

[6]   https://www.nationalgeographic.es/medio-ambiente/2017/08/nuevos-estudios-concluyen-que-peces-e-invertebrados-consumen-los-microplasticos-del-oceano.

[7]   Jarabe de maíz de alta fructosa.

[8]   El episodio se hizo particularmente odioso porque las empresas bananeras eran todas estadounidenses y el personal afectado, todo centroamericano. Porque además el agrotóxico empleado en Nicaragua, Panamá, Honduras, etcétera, había sido producido primero y prohibido después en EE.UU. , y se permitió seguir usándolo “fuera de fronteras”, y porque si el agrotóxico hubiese sido manipulado con más cuidado –máscaras, guantes−, tal vez no hubiese perjudicado a tanta población que desconocía las cualidades peligrosísimas del “curador” que usaban.

[9]   “La ley es tela de araña”, una poesía gauchesca escrita en las primeras décadas del s xix. Entre 1810 y 1820 (no pude precisar fecha).

Publicado en Agronecrófilos, Centro / periferia, Ciencia, ecología, EE.UU., General, Globocolonización, Nuestro planeta, Nuestros alimentos, Salud. Y enfermedad, Sociedad e ideología, Teoría del conocimiento

MODERNIDAD Y CONTAMINACIÓN PLÁSTICA DE ANIMALES Y HUMANOS EN TODO EL PLANETA

Publicada el 24/07/2024 - 12/09/2024 por ulises

EL NEFASTO SIGNIFICADO DEL AMERICAN WAY OF LIFE

por  Luis E. Sabini Fernández

14  julio 2024

En una nota el mes anterior, punteábamos algunas cuestiones que considerábamos claves de nuestro tiempo; el auge empresario y la consiguiente financierización de la economía, las dificultades climáticas, el conflicto entre centro y periferia planetaria (una forma de referirnos a un adentro y un afuera ante la intemperie planetaria; el viejo tema del imperialismo), la irreversibilidad de los desgastes materiales más primarios, catástrofes, la contaminación generalizada, la medicalización de la sociedad, el giro cada vez más marcado del sexo al género, el aumento de la violencia en forma de despliegues militares y guerras, y rematábamos tan penoso listado con un genocidio a cielo abierto y cobertura mediática sin precedentes, para una actividad –el exterminio de una población– que hasta ahora había sido más negada que aceptada, más oculta que abierta.

Aunque todo forma parte de todo y los tratamientos parciales son una forma de asir las cuestiones de modo menos complicado pero siempre con el peligro de perder el sentido de las cosas, abordemos un punto de aquel recorrido; la contaminación generalizada, y dentro de él, la generada por los materiales plásticos. Parecerá muy limitada, pero pronto veremos que por su propia naturaleza “resbala” sobre muchos otros aspectos del penoso listado que detallábamos al principio, invade, propiamente, otras áreas.

Lo que los historiadores curriculares califican como Edad Moderna arranca a mediados del segundo milenio, cuando la navegación abandona definitivamente el cabotaje, y mediante instrumentos astronómicos (muchos de origen chino), los marinos se atreven a navegar sin referencias terrestres.  Eso significa el alcance a mares desconocidos y que, por ejemplo, los europeos hayan “descubierto” el Nuevo Mundo, hoy las tres Américas.

Desde entonces, se perfila un centro planetario  con asiento en Europa y la consiguiente periferia en América, África, Asia, Oceanía.

A mediados del siglo pasado, tras diversos cambios en la composición material de centro y periferia, EE.UU. se constituye en el verdadero centro del centro planetario, que ya no era exclusivamente europeo.

La modernidad, grosso modo desde el siglo XVI hasta mediados del XX, se había caracterizado por el incremento con botas de siete leguas de los recursos energéticos (con sus dos revoluciones industriales; la del vapor y la de los combustibles minerales), al punto que el formidable investigador Frederick Soddy llegara a advertir que el mundo industrial estaba gastando en décadas o a lo sumo algún siglo lo que al planeta le había costado millones de años acumular.

Ese guantazo al rostro de un industrialismo desenfrenado no fue recogido por nadie. Al contrario, sólo se cuestionó al “retador”, negándole calidad de economista por ser su profesión “químico”.[1] Una formal respuesta de cofradía, nada científica ni racional, pese a que los colegios de economistas se reputaban racionales al máximo.

A mediados del s XX, EE.UU. se encuentra con un liderazgo único, exclusivo. A Alemania se le quebraba el espinazo industrial por segunda vez, Inglaterra estaba agotada tras la guerra (las dos guerras), Francia, Japón, Italia también. Ese período será sorprendentemente breve porque la Rusia Soviética devenida potencia atómica será en pocos años el mayor desafío al unicato estadounidense. Pero en 1945 y en el resto de la década del ‘40 veremos el despliegue del american way of life.

¿Qué significa eso? Una era en que la tecnología parece abrirnos todas las puertas. ¿Es la tecnología por sí y ante sí un poder prácticamente omnímodo que visualiza a todo el mundo como “su” mundo?

Una era de optimismo american en tanto los verdaderamente sumergidos y explotados siguen sumergidos y explotados, pero lejos de “las luces del centro” del ”nuevo mundo”. La sustitución del ahorro por el dispendio, del dominio del consumo sobre la producción, de la felicidad sobre la responsabilidad, de la comodidad sobre el esfuerzo.

En esa constelación se desarrollan una serie de adelantos tecnológicos, una formidable expansión de la metalmecánica, y los medios de locomoción a él vinculados, como el ciclismo sustituyendo al caballo, pero sobre todo el automóvil, que viene con el “encanto” hasta en su mismo nombre –en el cual desaparece el origen de la energía que lo mueve– y dará pie a que se pueda hablar de una era del automóvil;  el de los productos plásticos, que ya se habían descubierto en Alemania en el s XIX, pero que ahora, en las primeras décadas del s XX, alcanzarán una nueva dimensión al conseguir no ya plásticos inertes y fijos, como la baquelita, sino termoplásticos; que se caracterizan por su maleabilidad, tan radical como para rehacer nuevas formas con el mismo material.

La petroquímica inicia su rauda marcha hacia el mercado mundializado plastificándolo todo; mobiliario, utensilios de cocina y sanitarios, estuches, cañerías, envoltorios, envases, herramientas, instrumentos. Y partes, cada vez más partes de vehículos de todo tipo; automovilismo, aviación, monopatines de juguete, tractores.

Se va elaborando todo en plástico, por más que voces de cautela se refieran a los olores resultantes de algunas plastificaciones, o los aceitosos líquidos escurridos de algunas producciones.

La petroquímica no necesita investigar si sus productos cumplen normas de seguridad. ¡Cómo no van a cumplirlas, si se trata de avances “científicos”, con personal altamente especializado! Se trata de laboratorios en la vanguardia mundial de la ciencia. ¡Todo lo que se descubre es fruta madura del árbol de la ciencia! Si existe, es bueno. Porque el conocimiento es  bueno, la ciencia es buena. Si se pueden hacer, idear, fabricar, es porque son buenos. Valga la tautología.

Un penoso y miope realismo que confunde lo bueno con lo real, aboliendo toda conciencia crítica.

En la segunda posguerra está Occidente (sólo el Occidente, bien arropado y satisfecho) irradiando el progreso: apóstoles de un nuevo tiempo. Occidente es EE.UU.

¿Por qué en EE.UU. “el progreso tecnológico” forma parte del ADN “nacional (o imperial)? La legislación estadounidense aprueba sistemáticamente el progreso tecnológico declarando SAFE, segura, toda nueva producción emanada de laboratorios, universidades, consorcios, por ejemplo, farmacéuticos. Solo la EPA  (Environmental Protection Agency, Agencia Federal de Protección Ambiental),  a través de una investigación cuestionando esa calidad de SAFE  podría tachar un producto de la lista de lo aceptable. Pero no hay que preocuparse por ello, saben los empresarios. Porque es el éxito económico lo que asegura su impunidad. Los nuevos

productos de la modernización galopante se cuentan por miles, por decenas de miles.

Muy avanzado el siglo XX se estima que de ese listado de productos tecnológicos nuevos, apenas un 10% cuentan con una ficha de características y propiedades que permita hablar de que se conoce al producto; la inmensa  mayoría de los nuevos productos, generalmente “maravillosos”, cuentan únicamente con el conocimiento de la propiedad que los ha hecho tan valiosos; por ejemplo, se sabe que es ignífugo, pero nada se sabe si combinado con algún otro producto genera otras propiedades no tan útiles o valiosas o incluso perjudiciales;  por ejemplo  su penetración o migración a la materia con la que entre en contacto.

Un verdadero encuadre de optimismo tecnológico. En los antípodas del “principio precautorio” que sostiene aprender a avanzar –a la luz de tantos errores de interpretación, palos de ciego e ignorancias brutales que la humanidad ha ido cosechando– con pies de plomo.

Sin embargo, la realidad es terca. Con el tiempo, se advierte que los plásticos solo aumentan en volumen y peso en el planeta; hay circulación aparente, es pura acumulación. Porque no son biodegradables. Hechos mediante procesos de polimerización, los plásticos se alejan de su origen, mineral o vegetal, y generan un nuevo orden material; que no es animal, vegetal ni (siquiera) mineral.

El invento de un nuevo “reino”, no natural, es problemático; con el paso del tiempo, sus ejecutores no tendrán más remedio que aceptar que los obreros de las usinas de materiales plásticos, mueren como moscas y mueren de etiologías desconocidas hasta entonces.[2]

La industria petroquímica hará los mayores esfuerzos para “salvar” el buen nombre de los nuevos inventos, y tendrá mucho éxito. A medida que aumente la montaña plástica se harán cada vez más campañas de reciclado e ingeniosas campañas de usos diversos, “originales”, de recuperación con “alta conciencia ambiental” respecto de ese material que se fue haciendo omnipresente.

Los nuevos materiales resolvieron muy diversas dificultades y mejoraron así los alcances tecnológicos de muchos materiales e instrumentos. Aunque produciendo unos restos, unos saldos, unos escombros de la producción de un alcance sin precedentes.

La industria petroquímica siempre tuvo claro que la recuperación, mediante reciclado, reúso, recomposición, alcanza cantidades exiguas por no decir ridículas de lo producido; 1,5%  era el porcentaje de recuperación que se había logrado en EE.UU., en plena década  de los ’90, según Federico Zorraquín, a la sazón presidente del Congreso de la  industria petroquímica en Buenos Aires, en 1996 (en una suerte de congreso de industriales del plástico). Aun así, las campañas de reciclado y recuperación se construyeron con enorme propaganda y trascendencia haciendo creer que tenían muchísimo mayor significado.

Tenemos datos de 2015 (cada año es muy similar a otro, en todo caso con tendencia a aumentar la producción bruta): la producción de plástico estimada para todo el mundo, ha sido entonces del orden de 280  millones de toneladas  de lo cual las ¾ partes es usado una sola vez (el  vilipendiado “use y tire” tiene entonces excelente salud en la petroquímica).[3] Eso significa que más de 200 millones de toneladas se pierden (el mercado las pierde) casi de inmediato.

¿Dónde, cómo las pierde? En las mal llamados “rellenos sanitarios” que son todo menos sanitarios o en ríos y, muy especialmente en el mar. En el mar se ha  verificado que el 70% de los plásticos allí vertidos van  a los fondos marinos (afectando decisivamente la función de almácigo submarino que el fondo de los mares suele tener para la reproducción de los ciclos vitales de las tres cuartas partes de los suelos planetarios).

¿Qué industria puede darse el lujo de despreciar así la producción de su rama de actividad? Una industria cuya materia prima cuesta una bagatela; era lo que pasaba con el petróleo hasta 1973, extraído con pavorosos pasivos ambientales a cargo de los países succionados; Nigeria, Irak, Venezuela, Ecuador y tantos otros.

Porque con el fin de la 2GM, la periferia quedó a  merced de un centro planetario nuevo, consolidado, mucho más dinámico que el de la vieja exacción europea.

La nueva configuración política, organizativa, ideológica, protagonizada por una cultura como la norteamericana donde lo nuevo es siempre superior a lo viejo, donde el desarrollo está santificado como un valor en sí mismo, donde el hallazgo, –inversión o invento– de los termoplásticos se legitima en su sola existencia, donde el lucro es nervio motor de los cambios sociales y se deja a un lado toda consideración sobre su sentido o implicaciones mediatas e indirectas.

Se construyen envases plásticos y se verifica que son más livianos que los de vidrio, ergo, son más económicos; análisis de costo supermiope, de cortísimo plazo; hacer un envase con un derivado polimerizado del petróleo, que en los ’60  se extraía como dijimos casi gratis de los “países petroleros” pagando regalías mínimas y simbólicas, resultaba más barato que producirlos con vidrio, por ejemplo.

Un abordaje más racional sobre costos comparativos tendría que haber incluido en el caso del envase de vidrio, el costo de fabricación, el costo del transporte, mucho mayor para el vidrio que con envases plásticos y lo mismo en relación con su peso, muchísimo mayor en el caso del vidrio, pero a la vez en el destino final del envase, la refundición del vidrio otorga prácticamente la misma calidad que el de la primera generación y con un residuo casi cero.  Con los plásticos, se da vuelta la tortilla; reciclado, se obtiene un plástico de inferior calidad que hace imposible rehacer  envases como los de la primera generación.

Pero como la petroquímica “apuesta a la excelencia” desecha reciclados onerosos y, con petróleo barato produce polimerizaciones flamantes. ¿Y el sobrante de la primera producción?  Se desecha.  ¿Cómo se desecha? Iremos percibiendo que cuesta  mucho más desechar plásticos que cualquier otro material.

¿Cómo encara la industria tamaño inconveniente? Se tira, se esconde, se olvida. Una brutal, sobrecogedora, externalización de costos. Ante la cual todas las oficinas reguladoras de la calidad ambiental de todos los países (unos más, otros menos), las de la ONU, las interregionales, llevarán a cabo el papel de los tres monos sabios.

Porque existe una dificultad con el plástico que ha cumplido su función, casi siempre una única y fugaz. En primer lugar, aún en ejercicio de su función, como envase: los envases plásticos no son inertes respecto de su contenido: migran a ese contenido. De un modo muy acelerado si se trata de alcoholes o aceites; más atenuado si se trata de otros contenidos. Estas “migraciones” no son insignificantes; generalmente son patógenas, generadoras de daño orgánico (aunque muy graduales, como en cámara lenta; por eso son tan imperceptibles y –miradas superficialmente– da lugar a negarlas. ¡Lo que se “cuela” al contenido es mínimo!; despreciable. Los inversores así lo prefieren. Ganan más. Los envasadores también.[4] El desprecio por la salud general, planetaria, es inconmensurable. La impunidad resultante también.

La segunda dificultad atañe, no ya a su toxicidad sino, directamente, al destino material de los plásticos desechados. Al ser un material no biodegradable solo se acumula, como una suerte de metástasis ambiental. La petroquímica bien que se ha cuidado de responsabilizarse por esa producción continua de basura tóxica. Su consigna callada ha sido eludir el problema y al contrario alardear de responsabilidad social, empresaria o ambiental, como cuando la industria plástica fue acusada de usar cianuro y envenenar el ambiente, y allí, sí, salieron representantes empresarios del plástico a deslindar claramente “los tantos”; que usaban, sí, cianuro como catalizador para obtener monómeros de poliamida (PA), pero que ese cianuro se recuperaba en un 100% librando  la sociedad de la carga de esa contaminación. La Fundación Plastivida de la Argentina informaba de esto con mucho orgullo         en 2010.[5] Omitía sí, todos los otros episodios y producciones donde la fabricación de plásticos no ha dejado ese límpido resultado.

Entiendo que al día de hoy ya no es necesario probar la existencia de una masa de plástico ingobernable dañando sobre todo los mares y la vida de sus habitantes     . Pero más allá de redes asesinas, bolsas plásticas confundidas con alimentos,  adminículos plásticos ingeridos por pelícanos que mueren de hambre con el buche lleno de tapas, sonajeros, llaveros  o         llavecitas, del aumento preocupante de muertes de ballenas por ingestión de basura plástica,[6]  la formación incesante de micropartículas plásticas nos presenta un presente ominoso que puede hacer nuestro futuro pesadillesco. Las bolsas  y partículas plásticas no se biodegradan, pero la erosión, marina, por ejemplo, como el viento, las desmenuza, las va reduciendo de tamaño. Por eso ahora la presencia de micropartículas es insoslayable. Hasta en la leche materna ya se ha encontrado.[7]

Desde la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de California, EE.UU., se ha investigado la cuestión de por qué las micropartículas plásticas van tan fluidamente a los estómagos de los peces. Uno de los investigadores, Matthew Savoca, explica el método empleado: microorganismos suelen colonizar las partículas plásticas que flotan en los mares y para percibir sus efectos se situaron anchoas en cuatro estanques: el primero con agua limpia; el segundo con agua conteniendo micropartículas plásticas   recientes, un tercero con micropartículas que ya tenían 3 semanas en el océano y un cuarto estanque con kril, una comida favorita tradicional de las anchoas. Y el resultado fue: indiferencia en el primer y segundo estanque, pero enorme actividad de las anchoas en el tercer estanque, arremolinándose y procurando trepar, del mismo modo que lo hacen los del cuarto estanque.

Las micropartículas plásticas colonizadas por microrganismos se designan en inglés como biofouling; ya no tienen el olor del plástico puro sino, sino que, colonizado, tiene otro olor que los peces consideran apetitoso. De este modo, las micropartículas formadas o depositadas en los mares terminan en nuestros intestinos, al comer nosotros, los humanos, peces y crustáceos. Savoca resume, lo que llama un giro shakesperiano: “estamos comiendo pescado que está comiendo plástico que huele a comida.” [8]

La década del ’60 será recordada como el comienzo de un muy lento, apenas perceptible envenenamiento masivo –¿Plastoceno?–, en primer lugar en EE.UU., pero casi sin solución de continuidad en toda el área bajo la influencia ideológica y comercial estadounidense, es decir en prácticamente todo el mundo.[9] Y los plásticos, allí, en primera línea.

El daño producido al planeta, a la vida en el planeta es incalculable. En tan diversos órdenes vitales. Gestación de enfermedades o nudos patológicos nuevos, proliferación de cánceres.

Enfrentada a la acumulación de residuos tóxicos, de menoscabo a la existencia de seres vivos en general, está nuestra conciencia creciente de estas situaciones problemáticas: tengo para mí que estamos cada vez peor y, al mismo tiempo, cada vez mejor, porque estamos cada vez más conscientes de nuestras propias falencias, como especie, y sobre todo como sociedades que a menudo elegimos dañar a nuestros congéneres o a la vida en general, por presuntas ventajas materiales.

Pese a todo, la afirmación de la vida sigue siendo nuestro impulso principal.

Así y todo, abordar esta conflictividad está muy lejos de ser sencillo.□

notas:

[1] Soddy fue un Nobel premiado en química, en 1921. Sin embargo, a la vista de la desolación producida por el uso de “gases venenosos”  durante la IGM, Soddy renunció a su brillante carrera como químico y volcó sus estudios a una disciplina disímil; la economía, y a las finanzas, y se reveló un muy fuerte crítico de ideas muy consolidadas en ese campo. Fue sobre todo esa “intromisión” y la precisión y justeza de sus críticas, lo que hizo que el colegiado de economistas procurara aislarlo,  para cuidar sus quintitas. Soddy, por ejemplo, reexaminó el sentido de los intereses en los préstamos de dinero, tema que estuvo muy en discusión entre la Iglesia Católica por un lado y las iglesias protestantes y los prestamistas judíos por el otro  desde siglos atrás. Indudablemente su crítica pisó unos cuantos callos. Y por eso fue borrado mediante “exclusión curricular”.

[2] Desde la década de los ’40 se sabe que sustancias emitidas por envoltorios plásticos pueden producir tumores en ratas. Fue el caso con filmes plásticos como los muy exitosos Saran Wrap, “el film de los cien usos”, compuesto con PVC, PE, dacrón, celofán y teflón. Pero solo será en la década de los ’70, cuando los señales de toxicidad, grave, son ya tan indisimulables como para que la complaciente FDA rechace  un pedido de Monsanto de fabricar botellas PVC para bebidas alcohólicas (cit. p. Susan Freinkel, Plástico, Tusquets edit., Buenos Aires, 2012, cap. 4, n. 29).

[3] El salmón contracorriente, 30 oct.2015. https://www.socioeco.org/bdf_organisme-386_es.html.

[4] Las migraciones de PE, uno de los plásticos más usados, tienen lugar cuando el envase es sometido a 40 grados de calor. De allí en más, se intensifica la migración. Obsérvese que estamos hablando de una temperatura de un verano ni siquiera tropical. Investigación hecha en Alemania: Kemper, F. Zum Thema Weichmacher-Phtalsaurediakylester, pharmakologische und toxikologische Aspekte, Verband Kunstofferzeugende Industrie, Frankfurt, 1983 (cit. p. Integral, Barcelona, no 98, 1988).

[5] https://www.ocmal.org/cianuro-y-ilos-plasticos.

[6] “En 2002, un rorcual aliblanco (Balaenoptera acutorostrata) que llegó a la costa de Normandía, Francia, tenía casi una tonelada de plástico en su estómago incluyendo bolsas de dos supermercados británicos.”  fte.: Oceansentry.org.

[7]  https://www.rapaluruguay.org/. Octubre 2022.

[8] Kaleigh Rogers, https://www.vice.com/en/article/kzzw93/were-eating-fish-that-are-eating-plastic-that-smells-like-food, 15 ago 2017.

[9] Algunos países siempre harán punta; no nos referimos a plásticos en este caso sino a avances tecnológicos ignorando el llamado principio de precaución; hay solo dos estados que cultivaron soja transgénica masivamente en el siglo XX, a fines: EE.UU. y Argentina.

Publicado en Centro / periferia, Destrozando el sentido común, ecología, Salud. Y enfermedad

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