“El siglo corto” que va desde la ruptura de la ilusión del progreso con la Gran Guerra en 1914 hasta la del comunismo en 1989/1991 (Iván Berend, cit. p. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, p. 10) ha terminado con la caída del Muro —simbólicamente— o con la URSS —literalmente—, pero la sociedad actual —salvo sus capas más recientes, casi adolescentes— ha conocido, ha convivido con aquel mundo ahora fenecido; el de “capitalismo y socialismo”. Junto con aquella realidad fuimos nutridos, o malnutridos, por una serie de lugares comunes como el de la existencia de dos sistemas económico-sociales filosóficamente contrapuestos, con una serie de roles atribuidos a cada “actor” en aquel escenario mundial que prácticamente ocupó todo el siglo XX. Derecha e izquierda, idealismo vs. materialismo, justicia o libertad.
Por Luis E. Sabini Fernández
luigi14@gmail.com
Por cierto que, al lado de aquellos ethos dominantes, el burgués y el presuntamente socialista, coexistieron multitud de actitudes mentales y sociales, que encarnaban otras filosofías de la vida, y se pueden así considerar diversos ethos; cristiano, nazi, musulmán, budista, libertario, existencial, la multitud de configuraciones tradicionales, a menudo cruzadas con diversos ethos de los precedentes, así como aquellos entre sí, y otras innumerables, pero que no ocuparon —salvo esporádicamente— el centro de la escena política mundial.
Lo burgués y lo socialista se atribuyeron a sí mismos o a su oponente, características que, examinadas, devienen demasiado a menudo, significativamente, en su opuesto.
Vamos a procurar abordar este “juego de espejos” en un territorio delimitado —con las imperfecciones de todo límite en este terreno—, el de la ideología o falta de, en ese enfrentamiento que hemos aceptado como fundamental de todo nuestro pasado reciente, tan reciente, que pervive en nuestras categorías conceptuales y en nuestras actitudes políticas. Y lo hacemos porque sus estrategias de poder están asimismo plenamente vigentes en la realidad política actual, aunque ya no bajo la forma de enfrentamiento entre “dos verdades” sino como lo que ha dado en llamarse “pensamiento único”.
Una constante de aquella confrontación —capitalismo-socialismo—, que presentó siempre como su expresión más aguda la de los EE.UU. vs. la URSS, ha sido, que el campo occidental se ha presentado sin ideología alguna, o con ideologías débiles, secundarias (como las expresadas a través de diversas iglesias o campañas moralizadoras) y, en cambio, ha cargado las tintas respecto del carácter ideológico de la penetración comunista, en tanto que “el campo socialista” sí se ha atribuido un contenido ideológico; el verdadero, el bueno, el materialista, el del lado progresivo de la historia.
Ambos enfoques han estado curiosamente travestidos: el bolcheviquismo en particular y el marxismo en general han constituido un movimiento ideológico de tipo religioso (en el sentido etimológico del término religare; que otorga una comunidad entre humanos; véase, p. ej. la filmografía del germanooriental Frank Breyer), cuyos rasgos dominantes han sido la negación de lo material (“vulgar”) como guía de la acción y cierto voluntarismo intrusivo, tan caro a todos los salvacionismos. Por el contrario, desde la red de poder dominante en los EE.UU. se ha hecho un culto público de lo ético, lo religioso, lo espiritual, tan idealista todo ello, aunque su práctica ha sido crudamente material. Pero para intentar entender estos discursos inversores de la verdad, precisemos conceptos.
Aproximación al concepto de ideología
Una definición fuerte y generalmente aceptada, ya usada por el mismo Marx, es la de ideología como “enmascaramiento de la realidad”.
Otra definición, más “blanda” y más afín al uso común del concepto, es la de constituir una base más o menos racional para la toma de decisiones políticas, sustrato instrumental para el análisis de lo social que respondería más a la etimología de la palabra; estudio de la idea. En ambos casos, empero, la ideología política es concebida como principio de solución para la cuestión social, como vía de superación o salvación ante un estado de cosas que se considera deficiente.
Bueno es observar que, pese a su aparente oposición, ambos conceptos de ideología se pueden percibir, procesalmente, como lo mismo. Lo ideológico se va constituyendo como sustrato racional para interpretar la realidad social, y a su vez se va consolidando, para caer, insensiblemente en lo que Carlos Vaz Ferreira calificaba “pensar por sistemas”, y de ese modo se accede a un segundo momento, en el cual la realidad va siendo adaptada, incluida en los análisis ideológicos, que de ese modo van constituyéndose cada vez más como previos, parti-pris, respecto de la realidad que se procura entender y modificar.
W. E. H. Lecky resumió magistralmente, en 1876, esta idea: “[…] siempre que es creída y practicada la doctrina de la salvación exclusiva, se formarán en torno de ella hábitos mentales diametralmente opuestos al espíritu de investigación y absolutamente incompatibles con el progreso humano. La indiferencia a la verdad, un espíritu de credulidad ciega y al mismo tiempo voluntariosa, recibirá estímulos que multiplicarán las ficciones de toda clase, asociará a la investigación las ideas de peligro y pecado, hará que los hombres reputen por cosa impía la imparcialidad de juicio y el estudio que son el alma misma de la verdad, y castrará así sus facultades hasta producir un embotamiento general en todos los individuos.” (cit. p. Eric Roll, p. 273). Procuraremos ver cómo se ha aplicado esta malformación a los sistemas de pensamiento dominantes en el siglo XX.
Génesis económica del capitalismo, génesis política del socialismo
Que lo ideológico era atributo exclusivo del campo socialista, y que en la década del 30 lo compartía con la otra gran alternativa política del momento, el nazifascismo, lo suponía el mismísimo Hitler: “[…] en esta guerra se están enfrentando entre sí la burguesía y los estados revolucionarios. Nos ha resultado fácil derribar a los estados burgueses porque eran completamente inferiores a nosotros en su preparación y en su actitud. Los países con ideología son superiores a los estados burgueses [… en el este] nos enfrentamos con un adversario al que también alienta una ideología, aunque sea equivocada” (del Diario de Goebbels, año 1943, p. 355, de su edición de Nueva York, 1948, cit. p. Hannah Arendt, p. 426).
Hay una explicación histórica, empero, para que el campo socialista se haya sentido protagonista de la lucha ideológica y titular de “la ideología científica por excelencia”. El ascenso burgués tiene, históricamente, una contextura muy distinta, opuesta, a la del “ascenso socialista”. El ascenso burgués se hizo antes de su ideologización, se trató de un desarrollo o una “maduración objetiva”, para decirlo en términos caros al marxismo.(1) El advenimiento, en cambio, del “primer país socialista” fue precedido por su anuncio a todo lo largo del siglo XIX (que dicho advenimiento haya tenido lugar en un país de los que menos se ajustaba a la “profecía” socialista es otra cuestión).
Pero esa diferencia constitucional, de origen, entre los dos sistemas que parecieron disputarse todo el siglo XX, y que terminara a comienzos de su última década con el knock out técnico de uno de sus contendientes, dista mucho de legitimar las caracterizaciones que hemos calificado como oficiales.
¡Con qué afanes, los ideólogos del campo socialista han procurado atribuir el denostado idealismo al mundo burgués, reclamando para sí el materialismo! El Diccionario Filosófico de Iudin y Rosenthal, vaca sagrada de la teoría marxosoviética reza en su entrada “Behaviorismo”, lúcidamente ubicado como nervio motor de la ideología norteamericana dominante: “[…] sustituyeron las bases materialistas pavlovianas por el operacionalismo y el positivismo lógico [… y mantiene]” Por su parte, V. Afanasiev en su intemporal manual de escolástica marxosoviética, Fundamentos de filosofía, comienza con esta frasecilla: “La filosofía marxista, como cualquier otra ciencia, tiene su objeto de estudio.” (p. 5) Ya tenemos la ciencia de nuestro lado. Ahora, el error o el horror, a la vereda de enfrente: “El problema fundamental de la filosofía. Contrariedad [sic: indudablemente una mala traducción de contradicción] del materialismo y el idealismo. […] El materialismo moderno es una concepción del mundo verdaderamente científica. Al ofrecer un cuadro verdadero del mundo, presentándolo tal y como es en realidad,(2) el materialismo es un fiel aliado de la ciencia […]. El materialismo es un enemigo inconciliable de la religión: en el mundo donde no existe sino materia en movimiento no queda lugar para Dios.” (p. 7)
Afanasiev, así como el marxismo en general, llega a atisbar el fondo materialista del universo burgués, pero se ve obligado a borrar ese rasgo ante la necesidad de su apropiación exclusiva: “En el período de establecimiento del capitalismo sirvió como arma ideológica a la burguesía en sus batallas contra los feudales y la Iglesia. En nuestros días, el materialismo es un poderoso medio de lucha de la parte progresista de la sociedad contra las fuerzas de la reacción […]” (p. 8).
Veamos “el otro lado”: la realidad de los EE.UU. revela una poderosa religiosidad. Noam Chomsky anota que es el único país en el mundo donde una fuerte industrialización no ha aparejado una merma de religiosidad (La quinta…, p. 365), por el contrario existe una verdadera exaltación de la actividad religiosa. Creemos que esta realidad se ajusta como el guante a la mano a la explicación que el historiador George Sabine da para el florecimiento estoico durante la pax romana: “Ninguna concepción política estaba tan bien cualificada como la doctrina estoica del estado universal para introducir un cierto idealismo en el negocio, demasiado sórdido, de la conquista romana.” (p. 137)
Confrontemos la versión soviética antes reseñada con las del behaviorista, conductista, Burrhus F. Skinner, tal vez el ideólogo más representativo del sistema de dominación que tiene como eje la civilización estadounidense: “Lo que necesitamos es una tecnología de la conducta. Podríamos solucionar nuestros problemas con la rapidez suficiente si pudiéramos ajustar, por ejemplo, el crecimiento de la población mundial con la misma exactitud con que determinamos el curso de una aeronave; o si pudiéramos mejorar la agricultura y la industria con el mismo grado de seguridad con que aceleramos partículas de alta energía […]” (p. 3). Aquí tenemos una deliberada identificación de las ciencias exactas o “duras” con las llamadas ciencias sociales. Pero no en el sentido de una flexibilización epistemológica, sino de todo lo contrario: la sociedad comparable a una ecuación, a un movimiento celeste.
Skinner insiste en su pretensión de omnicontrol: “El problema no estriba en liberar al hombre de todo control sino de ciertas clases de control. Y este problema sólo puede ser resuelto si nuestro análisis tiene en cuenta todo tipo de consecuencias” (p. 40).
Pero es tal su altanería intelectual que jamás colocaría sus lucubraciones sobre el control de los acontecimientos y de las personas dentro de ningún esquema ideológico. Lo suyo es ciencia pura. Valga un par de ejemplos tomados, casi al azar, entre epígonos. Representantes de sociedades y asociaciones conductistas del país, SUATEC, ALAMOC, sostienen: “No es posible relacionar con régimen de gobierno alguno, o posición política, una ciencia y su filosofía.” (Brecha, Montevideo, 20/8/95). Una frase digna de Afanasiev. Y la sociedad conductista uruguaya, SUAMOC, a través de varios de sus integrantes sostiene: “Por ser una disciplina científica, la psicología conductista no tiene relación con postura ideológica alguna […]” (ibidem).
Pese a semejante apodicticidad, que debería enmudecer las réplicas, el docente Rolando Ojeda, ajustándose a la tesis de Skinner, precisamente, una crítica: “Promover la formación de caracteres dóciles y sumisos. Eso está implícito en el conductismo que considera primordial predecir y controlar conductas. Esa es su base ideológica.” (Brecha, 24/5/91).
Es muy ilustrativo ver el método conductista en acción, pues revela las formas de homogeneizar y licuar los datos de la realidad. Elizabeth Koppitz, otra connotada docente de la misma escuela, enrolada en ese esfuerzo de “conocerlo todo” no tiene mejor que establecer tablas de maduración etaria, según las cuales un chico débil mental de, por ejemplo, once años se equipara con uno normal de cuatro. Por cierto, sus investigaciones le deben haber permitido establecer correspondencias de motricidad y alcances pictóricos entre esas dos situaciones. Pero el hecho definitivo, irreductible, es que un niño con retraso mental de once años no es (como) un niño de cuatro años con desarrollo normal.
Para rematar el carácter ideológico de la interpretación conductista, tan atada al control del estímulo y la respuesta, vale esta observación de Jean-Michel Vappereau: “A diferencia del psicoanálisis, las técnicas surgidas del conductismo descuidan esa dimensión, que es la del deseo, esa inconsistencia, y pretenden ir derecho a la solución, como si hubiera un camino directo.” (Página 12, Buenos Aires, 19/9/96)
Juegos de espejos
Resulta curioso, y penoso, advertir que el ser humano es a menudo mucho más simple de lo que imagina. Miles de intelectuales sostuvieron durante décadas el carácter socialista de la formación engendrada en Rusia a partir de 1917, y gastaron ríos de tinta y de saliva cumpliendo con el mecanismo de la profecía autocumplida,“revelando” su superioridad respecto del capitalismo (también hablaron o escribieron sobre sus desventajas o perjuicios, pero, en general poco, y más bien mantenido como secreto de alcoba de la nueva iglesia). Todos los reparos y observaciones que lúcidos y osados como Jan Majaiski, Bruno Rizzi, Anton Ciliga, expusieron para patentar el abismo que separaba esa realidad de los anuncios, la teoría y la imaginería socialista precedentes, fueron arrumbados a un lado.
Del mismo modo, otros miles y miles de excelentes (3) burgueses o de sus voceros intelectuales, han estado convencidos y han procurado convencer al resto de la humanidad, de que el capitalismo era un sistema objetivo, real, sin connotación ideológica. Las agorerías sobre “la muerte de las ideologías” ha sido una cantinela recurrente de los especímenes más representativos de la ideología dominante. Y cuando estos ideólogos —Daniel Bell en los ‘50, Francis Fukuyama en los ‘90 bajo la forma del “fin de la historia”— han anunciado semejante muerte, por cierto han dado por descontado que las estructuras mentales en donde ellos se movían carecían de ideología, eran objetividad pura.
Esa negación de lo ideológico por parte del sistema de dominación con epicentro en el Atlántico Norte, ha significado un escamoteo mucho mayor y mayor dificultad para su tratamiento, su reconocimiento. Cada sistema ha enmascarado sus realidades con modalidades distintas. La ideología socialista era y es directa, expresamente ideológica. Analiza y critica lo político, lo asumido como tal. La ideología y la acción ideológica del sistema dominante en los EE.UU. y Occidente en general, es indirecta, se transmite a través de las actividades generales de la sociedad y no se ve siquiera necesitada de invocar su carácter de representación (y de inevitable falsificación) de la realidad. Para sentirse re-presentada, el sistema de poder dominante en los EE.UU. tiene el pensamiento pío.
Los comunistas se identificaban separándose del resto de los humanos, a quienes, proselitismo mediante, se procuraba ganar, persuadir, convertir. Semejante situación engendra todo un perfil, en donde las figuras del converso, del militante, del esclarecido, de la vanguardia, eran fundamentales.
El modelo madeinUSA hace exactamente lo contrario: se presenta como algo común o propio para todos. Esa universalidad proclamada contrabandea un sistema de valores y de materialidades que únicamente se puede realizar si está restringido, es decir, invoca una universalidad irrealizable. La condición para que la población de los EE.UU. y la del Primer Mundo en general (o, como se dice en la actualidad, sus tercios integrados) disponga del nivel de vida que goza, es precisamente que buena parte de la humanidad carezca de él. Lo interesante es que la imagen que recibimos es la invertida: en los EE.UU. se vive como si todos pudiéramos hacerlo, y tuviéramos que. Y la fuerza ideológica del mensaje es tal, que cada vez más son los que quieren hacer y vivir como en los EE.UU.
Occidente, ha ido afinando sus mediaciones y conciencias, su idealismo ético (4) y su conciencia de sí al mismo tiempo que ha incrementado la miseria cultural y material de los pueblos y sociedades periféricos o ajenos a su universo, no ya mediante el despojo característico de las primeras etapas de europeización del mundo, sino mediante la heteronomía creciente. Ese desarrollo impulsado desde los centros de poder de Occidente, ha sido crudamente material.
La ideología en los EE.UU. se cuela, por así decirlo, en el modo de vida. En el modo cotidiano de vida. Cuando la propaganda de una bebida sin alcohol proclama que “es un modo de vivir”, dice precisamente una verdad (más allá de la falsedad del mensaje o de su inanidad lógica). Dice la verdad en el sentido que el modo de vida dominante se dirige a una juventud (cada vez más toda la humanidad) que no necesita pensar políticamente. ¿Por qué semejante apoliticidad de ese puro “vivir”? Porque ya está todo pensado (políticamente). Porque hay quienes se dedican a eso. Y porque no tiene sentido cuestionarlo.
Lo que caracteriza al sistema ideológico norteamericano es que, a diferencia del que otrora encarnara la URSS y en general, el socialismo, se trata de un sistema tácito, nutrido por una ideología no asumida como tal. Esa es una de las causas de su vigor.
El sistema de ideas dominante en Occidente, con centro irradiador principal desde los EE.UU., ha revelado su potencia como conformador de las representaciones colectivas, de una manera mucho más radical y amplia que la penetración ideológica socialista o soviética en cualquier momento de la historia. Esta última siempre se limitó a la esfera racional, política y en cambio, la primera, se nos ha ido filtrando por toda nuestra existencia cotidiana. Y ni siquiera se ha presentado como modelo ideológico.
No han sido textos de dialéctica ni prácticas colectivistas ni ha exigido conversiones más o menos apasionadas, más o menos lúcidas. Ha sido el automóvil, (5) el pelo rubio, la coca-cola, el western, el rock, la comida-basura, el inglés, el confort, Walt Disney, time is money.
Se ha presentado “apenas” como LA realidad. El satisfecho materialismo cientificista de su intelectualidad técnica los lleva a pensar que las representaciones del mundo imperantes dentro del sistema vigente no reflejan sino la realidad, sin mediación ni velos, sin atender coartadas políticas, sin valerse de una visión política de la realidad y el mundo; como si no defendieran una estructura de poder (ella sí, totalmente contingente, parcial, interesada).
Pero es una realidad muy bien fabricada, “productora de consenso” como lo califican N. Chomsky y E. Herman en The Political…. El cine es paradigmático. El Código Hays de producción cinematográfica hollywoodense, de 1934 —tan paralelo a las disposiciones del Proletkult soviético contemporáneo—, que fijaba el tenor de cada escena, el margen de personaje en cama autorizado, la duración de los besos, la necesidad del final feliz, da la pauta del cuidado que pusieron los titulares del poder norteamericano en pautar su industria cinematográfica, es decir, en transmitir la ideología correcta a sus múltiples espectadores (que con el fin de la segunda guerra mundial y el apogeo del modelo american en todo el orbe hayan cambiado sustancialmente las técnicas de transmisión cinematográfica no desmiente lo precedente; únicamente que los titulares del poder en los EE.UU. descubrieron que se podían controlar las representaciones públicas de muy otra manera; el control restrictivo y taxativo, parecido al del viejo sistema de dominación monacal, irá cediendo lugar a otra modalidad de control, a través de la paralizante plétora comunicacional junto con los dictámenes económicos, ésos sí “únicos”).
Son archiconocidas las inflexiones políticas a las que se vio sometido Eisenstein a lo largo de su labor como cineasta. De ‘la estética innovadora de Potemkin a la construcción mítica y legendaria de Nevski o Iván en los cuales el relato se torna hierático’ (B. C. Crisorio, Ciclos, p. 178). Hablamos con facilidad de la carga ideológica del cine soviético, algo indudable, pero ¿qué ha pasado con la producción fílmica norteamericana? Hollywood ha sido la máquina ideológica de producción cinematográfica, propagandística y cultural más formidable que conoció el siglo XX. La máquina de sueños norteamericana no nombra lo innombrable. Se presenta como una producción “natural” y apolítica, hija del mercado, de las cabezas pensantes, del azar de las cuentas corrientes de los productores.
No deja de ser paradójico. Los titulares del agit-prop soviético no podían presentar una película sin que los exégetas descubrieran mensajes ocultos: la bolchevización era una constante contra la cual se erigían todos los refractarios de lo foráneo. Y sin embargo, aparecen películas norteamericanas con mensajes ideológicos clarísimos, como La guerra de las galaxias, El día de la independencia o Viva América y el aspecto ideológico de esas construcciones pasa inadvertido en la generalidad de los discursos. Nadie considera tales películas como de propaganda, cuando manifiestamente lo son.
Es interesante además diferenciar dos pasos básicos de la labor ideológica en el cine: al primer momento de ‘fabricación de sueños’ sobreviene un segundo momento, el de la distribución. Las empresas estadounidenses son las dueñas virtuales de todos los mercados locales significativos en el mundo occidental (al menos), con el resultado que las demás cinematografías entran a dichos mercados de modo residual, con un goteo más bien miserable. Sólo así se entiende que al Río de la Plata llegue una película de Chabrol cada quince años o que no podamos acceder a todas las películas de Goretta o de Loach, por nombrar apenas algunos ejemplos. ¿Por qué no conocemos cine turco o noruego o de la India (que lo hay y muy bueno)?
Si la fabricación de cine revela una actividad ideológica fuerte, ¿qué decir del control deliberado de la distribución asfixiante de las películas ajenas, no ya dentro de fronteras sino por encima de ellas? (6)
¿Por qué una ideología que no se reconoce como tal es más peligrosa, más insidiosa? Porque la ideología tiene de por sí, por su calidad de discurso pretendida y sentidamente coherente, una capacidad autopersuasiva prácticamente ilimitada. Armado de ideología el individuo, el grupo, la iglesia, el estado, puede llegar a cometer los actos más aberrantes sin problemas éticos, sin que les “duela la conciencia”. Una ideología expresa está siempre más expuesta a su desmontaje, a la crítica que la inhabilite total o parcialmente; una ideología que no se expresa como tal tiene más bloqueada la senda de la crítica, sus caminos de acceso se hacen más dificultosos (en las mentes de sus adherentes).
Nos dice el ensayista norteamericano John Nef: “La filosofía moral exalta el lugar que ocupa el intelecto en los asuntos humanos, en una época en que los norteamericanos han negado que la mente tenga un papel que desempeñar en una existencia civilizada, independiente del interés privado o del experimento y la observación científica.” (p. 257). En la medida en que la sociedad norteamericana le niega a la razón cualquier papel relevante —más allá de la racionalidad tecnológica y a lo sumo tecnocientífica que implique el desarrollo material, y de una racionalidad mercantil digna del rey Midas— y le otorga únicamente ese papel instrumental, podemos definir a la cultura norteamericana como una cultura sin valores éticos o trascendentes en el sentido de comunes a los hombres de distintas coyunturas históricas o de distintas sociedades. Una cultura con valores atentos a la utilidad, no a la verdad. La razón, con un papel meramente vasallo.
Esta descripción tiene una coda, similar a los diversos momentos que viéramos con el producto cinematográfico: todo dista de ser tan natural; los EE.UU. tienen la mayor red policial y militar del mundo entero, la mayor red mundial de centros de tortura fue norteamericana en los ‘70, como nítidamente la relevaron Chomsky y Hermann (op. cit.).
Para apreciar los aspectos policiacos del control del consenso baste la siguiente referencia: “El gobierno se dedica a infiltrarse subrepticiamente en las iglesias y en las sesiones de culto, utilizando informadores y agentes secretos para que graben cintas de conversaciones o de oficios religiosos, […] una práctica habitual en las sociedad totalitarias que los ‘conservadores’ han adoptado como modelo.” (Daniel Yankelovich, Issues in Science and Technology, 1984, cit. p. Chomsky, La quinta…, p. 365). Algo que el conocimiento “vulgar” sabía atribuir, sin esfuerzo y con razón, al universo soviético, pero que hay que aplicar, con mayor énfasis, al “sueño americano”.
Neoliberalismo: una vieja ofensiva ideológica con fuerza renovada
La década del 90, con la proclama del fin de la historia, y de la muerte de las ideologías, ha sido en rigor, teatro de una ofensiva ideológica sin precedentes, sobre todo por la falta de oposición.
Uno de los rasgos que otorgan peligrosidad a los contenidos ideológicos es el de su unicidad. Su carácter de verdad exclusiva y salvadora (Lecky, ut supra). Ese fue un rasgo constante del socialismo diz que científico: todos recordamos la suficiencia con que “la ideología del proletariado” apostrofaba sobre etapas históricas necesarias, sobre procesos de transición (a ningún teórico, empero, se le ocurrió la transición históricamente verificada hace pocos años del socialismo al capitalismo; claramente en el esquema entonces vigente en las cabezas de los ideólogos socialistas, esta realidad no cabía). El auge del liberalismo y la democracia liberal en los ‘90, indudablemente ligado al crash soviético, se ha presentado a su vez como único, sin alternativa, unidireccional.
En rigor, este neoliberalismo revitalizado no es sino un neoconservadurismo porque liga las tesis más caras del liberalismo —el estado mínimo, la sospecha hacia “lo social”, las consiguientes privatizaciones— con la cuarentena de lo público y el despotismo de lo privado, que por operar sin mediar ningún tipo de transformación social, constituye la mera confirmación del dominio de las viejas capas dominantes.
La tópica utopía no era sólo socialista
Cualquier persona atenta al acontecer histórico es consciente de la densidad política con que fue gestada la URSS. Allí, en su formación y en su mantenimiento, hubo una indisimulable cuota de voluntad. “El primer estado socialista” del mundo fue “un hijo encargado”. Tiene todas las virtudes que para el pensamiento revolucionario, conlleva semejante origen, buscado, elaborado, expresamente gestado. Para otros podría tener los vicios de toda obra programada, faltante de ese ir constituyéndose desde la necesidad de la gente y la sociedad, carente del rasgo de naturalidad con que se constituyeron tantos países antiguos y modernos.
La reflexión política que ha sabido captar los rasgos frankensteinianos del experimento soviético no ha reparado, sin embargo, en el origen, curiosamente simétrico, de los EE.UU., también como experimento, también como origen buscado, como acto de voluntad política (y religiosa) de grupos humanos que se sintieron llamados a realizar un destino exclusivo en la Tierra, un mandato divino.
“Los filántropos como William Jay, en los EE.UU. y Joseph Sturge, en Inglaterra, corroboraban la creencia muy extendida de que los ingleses y los norteamericanos tenían el deber especial de velar por el mejoramiento de los hombres.” (F. Thistlethwaite, El gran experimento, p. 106). Ese afán de “mejoramiento de los hombres” parece muy pronto circunscribirse: “[…] al fijar nuestros límites debemos tener en cuenta el porvenir inmenso y glorioso que nos impone el Destino Manifiesto de la raza anglosajona. Brindo por los EE.UU. limitando al norte por el Polo Norte, al sur por el Polo Sur, al este por el sol naciente y al oeste por el sol poniente.” (brindis de Jonh Fiske entre “notables de la Unión”, Ideas políticas americanas, Buenos Aires, Peuser, 1902, cit. p. Rafael San Martín, Biografía del Tío Sam, p. 413). Como se desprende de las citas, se restringe el mejoramiento a algunos humanos; lo que no parece restringirse es su intención apropiadora. Para completar la idea que los “buenos norteamericanos” tienen de sí, no hay como acompañarla de la idea que de ellos tienen los “latinoamericanos buenos”: “La invariable e inalterable política de mi gobierno será siempre favorable a la actitud civilizadora de los EE.UU. respecto de los países americanos, cuya libertad defienden y cuyo progreso protegen sin motivos ulteriores o egoístas. Creo que las intervenciones no constituyen un peligro para América sino una ayuda para las naciones débiles.” Así rubricaba su “límpido” pensamiento Augusto Leguía, dictador peruano de la década del ‘20 (La Nación, 9/3/1928, cit. p. G. Selser, Sandino, p. 185).
La “dictadura del proletariado” ha sido a los rusos lo que “el destino manifiesto” ha sido a los norteamericanos. La “construcción del socialismo” en la URSS tiene su correspondiente en el ilustrativo título de Lawrence Friedman sobre el origen de los EE.UU: Inventors of the Promised Land [Inventores de la Tierra Prometida].(7)
La carga ideológica en la construcción de los EE.UU. ha sido extraordinaria. Y extraordinaria y omnipresente como ha sido, todavía más extraordinario ha sido la poca relevancia que semejante configuración ideológica ha merecido. Cuando impregna tan profundamente el comportamiento individual de la población de ese país, (8) y el comportamiento público como estado (y como imperio), esta omisión parece doblemente significativa.
Allan Bloom en la Introducción de The closing of American mind nos presenta a los EE.UU. “como un experimento totalmente nuevo en política [..]”. No hay de qué extrañarse. Los peregrinos del Mayflower abandonaban la impía Inglaterra para cumplir más cabalmente con la Biblia en la Tierra. Bien es cierto que empezaron nutriéndose de los alimentos que los americanos nativos les ofrecieron, enseñándoles a los recién llegados incluso a sembrar el maíz que ellos tenían como alimento principal (contra el clisé imperialista y eurocentrado según el cual los cultivos fueron algo que los europeos otorgaron a los americanos); cierto es asimismo que muy poco después, les arrebatarían sus tierras a los indios mediante el cómodo y radical recurso de incendiar sus campos, y sus aldeas con las mujeres y los niños adentro (Noam Chomsky, Man kan inte…, p. 703). Pero eso es de escasa importancia, nos diría Tikkanen. Los ingleses trasplantados compartían con otros europeos, españoles y portugueses, la seguridad de su propia excelencia respecto de esos otros hombres de segunda que tuvieron a bien hacer desaparecer de la vista —no muy misericordiosa, parece— del Creador.
Con la conciencia limpia en su proceder de fundadores de una nación única, llevaron adelante ese experimento tan especial.
“Los EE.UU. no eran simplemente otro estado nacional sino un experimento nuevo de gobierno […] hasta cierto punto los ciudadanos norteamericanos eran ciudadanos del mundo.” (Thistlewaite, p. 90). Confirmando la especial construcción de esta utopía piadosa, el mismo autor agrega: “Los barcos […] llevaban a los EE.UU. a viajeros […que] deseaban satisfacer su curiosidad acerca del experimento norteamericano.” (A ese título Alexis de Tocqueville nos dejará su inolvidable La démocratie en Amérique.). Conocemos las consecuencias del brindis de don Fiske.
Semejanzas y diferencias: el mesianismo
John Pittman, miembro del buró político del partido comunista norteamericano tuvo alguna vez la desfachatez de iniciar su artículo “Orígenes del mesianismo norteamericano”: “El mesianismo es un rasgo tradicional de la ideología de los círculos gobernantes de EE.UU. Es la fe en la misión histórica de Norteamérica y en la absoluta legitimidad de las aspiraciones expansionistas de estos círculos.” (p. 23). La cita no tiene desperdicio y es correcta punto por punto. Lo extraordinario es que seguiría siendo igualmente correcta si sustituyéramos el nombre de “Norteamérica” por el de “Unión Soviética”. Con el condimento justo de que hasta la misma expresión “misión histórica” permanecería inalterada, acorde con el marxismo, a su pesar teleológico.
Sin embargo, justo es destacar que el carácter del mesianismo es radicalmente diverso. El mesianismo proletario, aun pasado por las horcas caudinas de “la dictadura del proletariado”, es indudablemente universalista; el mesianismo norteamericano es expresamente limitacionista, noreuropeísta y francamente racista. Y la configuración primigenia dista de ser irrelevante. Cabe recordar, siguiendo la ley de Murphy, que cuando las cosas empiezan bien, terminan mal, ni pensar cómo terminan cuando empiezan mal.
Es que la teoría a la que una práctica política se debe, opera de algún modo sobre ésta. Y la coherencia interna, o la ausencia de ella, en un mensaje ideológico tiene su peso; no se reclama con el mismo valor político contra un despojo ejercido ilegítimamente que contra un despojo que “cumple” con los preceptos teóricos de sus perpetradores. La situación es políticamente distinta, tanto para las víctimas como para los victimarios del acto.
Semejanzas y diferencias: el imperialismo
La promesa del socialismo para todo el planeta galvanizaba a los propietarios de los medios de producción, de difusión, de control ideológico occidental y, en verdad a muchos trabajadores e intelectuales que adquirían conciencia cabal de los aspectos pesadillescos de un mundo totalmente regido desde centros únicos e investidos del poder absoluto que otorgaba “el conocimiento científico de las leyes de la sociedad y el progreso”. Los cuadros políticos (y a veces militares) del campo socialista difundían a los cuatro vientos las bondades de la inminente e inevitable dictadura proletaria. No es una casualidad que semejante ansia de universalidad, semejante arrogancia y todas sus consecuencias prácticas, hayan sido tantas veces tipificada como imperialismo, aunque sus voceros la denominasen “internacionalismo proletario”. Ya hemos visto los magros resultados de esta profecía; el historiador francés François Furet, recientemente fallecido, definía al comunismo como “una catástrofe inútil” (Página 12, 15/7/97). Desde los EE.UU. también se ha procurado negar lo imperial.
No es novedoso. La Italia fascista en 1935 justificó su invasión a Etiopía sosteniendo que iba a destruir “el último bastión de la esclavitud” (Baravelli titula así su obra). Y cuando el Japón expansionista de las décadas del ‘30 y ‘40 instala su red de expoliación sobre las naciones del sudeste asiático lo hace bajo el nombre de “Esfera de Co-propiedad de la Gran Asia Oriental” (Hobsbawm, p. 48). Del mismo modo, la AID, Programa de Ayuda de EE.UU., podría llevar a creer que se trata de ayudar a los países donde actúa, cuando en realidad, se trata de un organismo de “autoayuda” norteamericano (gestiona “préstamos atados”, otorga “facilidades” para que las mercaderías norteamericanas ingresen a un mercado ajeno, etcétera). La USAID podría ser leída más literalmente, Agencia Internacional de Desarrollo de los EE.UU. (como vemos, no hace falta que se lo lea en el Pravda). El expansionismo imperial american ha inhibido en su propio discurso toda idea imperialista, e incluso durante largos períodos ha pregonado hasta una política de aislamiento.(9)
El ciudadano de los EE.UU. se siente a sí mismo como un cultor más de un excelente modo de vida. Si van a Vietnam es porque “los amigos” allí, reclaman su ayuda para “defender la libertad”. Ese es el “pensamiento espontáneo” del norteamericano promedio. El sistema de desinformación dominante no permitirá que se afecte tamaña buena conciencia. La Guerra del Golfo Pérsico la verán —la veremos gracias a la americanization— como un entretenimiento en la pantalla, y sin imágenes, valga la paradoja (la Guerra de Vietnam dejó la enseñanza de los inconvenientes de las imágenes crudas para manipular con tranquilidad el consentimiento; dándole prioridad a los intereses del poder sobre la libertad de información, la de Irak se presentó de otra manera, es decir, no se informó de la realidad de los acontecimientos).
Y los marines proseguirán sus entrenamientos con ideológicamente cuidadas canciones en que prometen a las dictaduras que pululan en la Tierra su visita justiciera (Academia de Maryland para supermanes).
Sin embargo, el discurso latente existe y no permite malos entendidos: “Poseemos cerca del 50% de la riqueza mundial pero sólo el 6,3% de su población. En esta situación, no podemos evitar ser objeto de envidias y resentimientos. Nuestra tarea principal en el próximo período consiste en diseñar un sistema de relaciones que nos permita mantener esta disposición de disparidad sin ningún detrimento positivo de nuestra seguridad nacional. Para hacer eso tenemos que prescindir de todo sentimentalismo […] no debemos engañarnos a nosotros mismos pensando que hoy en día nos podemos permitir el lujo del altruismo […] hemos de dejar de hablar de objetivos vagos e irreales para el Lejano Oriente tales como los derechos humanos, el aumento del nivel de vida y la democratización.” George Kennan, jefe de planificación del Depto. de Estado, 1948 (cit. p. Chomsky, La quinta…, p. 80). Y hablando de América Latina, el mismo consejero sostiene que una de las mayores preocupaciones de la política exterior debe ser “la protección de nuestras materias primas” [¡sic!], los recursos materiales y humanos que “nos pertenecen” y remata, combatiendo ‘la peligrosa herejía’ dice Chomsky, de “la amplia aceptación de la idea [en América Latina] según la cual el gobierno tiene una responsabilidad directa en el bienestar del pueblo.” (id., p. 83). Esta preocupación, medio siglo después, el señor Kennan se la puede sacar de encima. Los gobiernos ya han abdicado totalmente de semejante locura.(10)
Lavado de cerebro, lavados de cerebros
En muchas cuestiones, a lo largo del siglo corto hemos aprendido a percibir los horrores de la configuración soviética sin advertir sus equivalentes, a veces peores, en la meca de la democracia.
La actitud básica de quien procuraba ser lúcido y no estaba enrolado, ha sido a menudo atribuir los daños del imperialismo económico a los EE.UU. y al colonialismo europeo, con razón, y atribuir los vicios ideológicos al que fuera el emergente campo socialista. La expoliación de materia prima, a las transnacionales; las privaciones y miserias del discurso único, a la URSS.
Si hablamos de lavado de cerebro, aparte del nítido ejercicio de las sectas religiosas de todo tipo, pensamos en la falta de libertades públicas, típicas del modelo soviético, con una prensa única (el estalinismo nos quería hacer creer que “la libertad de expresión” se salvaguardaba con las dimensiones de los tirajes). ¿Qué mejor ejemplo de ideología opresiva que la que remite a los psiquiátricos a los disidentes? Es la posición de Cornelius Castoriadis en Devant la guerre: el imperialismo joven y temible, la URSS; el imperialismo gastado, obsoleto, los EE.UU.
Y sin embargo, los EE.UU. ostentan sin duda, el dudoso privilegio de tener el sistema de lavado de cerebros más fuerte que se conoce. Y que se ha conocido a todo lo largo del siglo corto. Programadores de comportamiento animal y humano, moldeadores de conducta, administradores del talante, construcción de nuevas personalidades, producción de gente más vivaz o más chata, control de los pasos dados por la gente, formación de superconsumistas, superatletas o superasalariados, bebes en probeta encargados de acuerdo con “los deseos” de los progenitores, úteros alquilados, modificación de estructuras genéticas de los fetos, control de calidad de seres humanos, producción de individuos de capacidad “superior”, reajustes cronobiológicos, desarrollo de una formidable y omnipresente ingeniería humana (de la cual los trasplantes son un único capítulo, el más ventilado, tal vez por su parentesco con la sangre, que siempre es noticia), formación de humanos más vigorosos (cuando hay cada vez indicios más significativos sobre pérdida de vigor, por ejemplo espermático), moldeo ad infinitum del hombre considerado plástico, es apenas un resumen incompleto de la agenda de temas que trata Vance Packard en Los moldeadores de hombres.
Y esta reseña dista de ser antojadiza: Robert Hutchins en su fermentaria La Universidad de Utopía nos dice: “En los EE.UU. existe una tremenda presión hacia el conformismo.” Y el especialista Edward Bernays, prócer de los EE.UU. por haber ideado la disciplina de las “relaciones públicas” lo declara abiertamente: “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos organizados y de las opiniones de las masas son un elemento importante en una sociedad democrática… las minorías inteligentes son las que necesitan utilizar la propaganda continua y sistemáticamente. El progreso y el desarrollo de los EE.UU. radica en la realización de un proselitismo activo en el que coinciden los intereses egoístas con los públicos.” (cit. p. Thomas McCann, An American Company, p. 45, a quien a su vez cita Chomsky en La quinta…, p. 370).
Como sostenía Alvin Achenbaum, “Hacer que la gente sienta o actúe de una manera determinada no es manipularla.” (cit. p. V. Packard, p. 125). Significativo neohabla. El sistema político imperante resulta todo menos casual, espontáneo.
En 1965 William Ebenstein, un analista norteamericano dedicado a examinar el totalitarismo en su libro homónimo nos dice: “El totalitarismo necesita una eficiente red de transporte (carreteras, líneas férreas y aviones). Aún más importante, tal vez, es que necesita comunicaciones eficaces (teléfonos, telégrafo, radio y últimamente televisión). Todo ello, junto a los más recientes métodos administrativos [la computación, entonces, comparativamente, en pañales] provee los medios para que […] un gobierno totalitario mantenga el control de las operaciones en todo nivel […]”. He suprimido ex profeso los pasajes en los cuales el autor adosaba obviamente a la URSS el cuadro descrito. A Ebenstein —un Pittman travestido— ni le pasa por las mientes que acaba de enumerar todos los elementos de que dispone el sistema de poder establecido en los EE.UU. Como en el caso anterior, no se trata de que su descripción sea falsa, sino sencillamente insensata, inconducente. Porque la cuestión aquí es preguntarse si el establecimiento de semejantes elementos no expresa o conduce a una red de control más bien totalitaria. ¿La televisión —su núcleo fundamental; un emisor único, una multitud multimillonaria de receptores—, un “adelanto técnico” desarrollado en los EE.UU., no en la URSS (como podríamos haber supuesto sobre la base de 1984), no ha sido acaso concebido dentro de un determinada estructura de poder, en donde “la necesidad de guiar a las masas” era un asunto primordial?
Cada vez que un discurso sobre la verdad se nos presenta como único, excluyente, que no da lugar a alternativas, debiera despertar nuestras más profundas sospechas. Cuando ese discurso además se constituye en el lugar común de un determinado momento histórico, su peligrosidad, su toxicidad adquiere características de metástasis.
notas:
1) Es muy ilustrativo al respecto el recorrido que el historiador Bernhard Groethuysen realiza en su análisis del ascenso burgués en los siglos XVII y XVIII, a través de los sermones que los párrocos de provincia hacían en Francia desde mediados del 1600 aproximadamente, alarmados por la presencia inesperada de un “hombre nuevo” en sus parroquias, que apostaba al trabajo como su actividad principal —no ya a la caza y a las armas como la vieja y conocida aristocracia, ni a los ruegos y a la vida ultraterrena, como los monjes y los creyentes fervientes en general—. Los párrocos advertían que se trataba de cristianos, pero tibios, que concurrían a los oficios casi por inercia o por obligación, y que centraban su vida en algo que hasta entonces sólo había sido una maldición que tenían que sobrellevar los pobres.
2) Cuando uno lee semejante monserga, no puede menos que recordar el modo en que la “verdad” soviética se constituía, y que, ya veremos, no difiere tanto de la verdad made in USA. Contaba el humor de la época que en una competencia de élite entre el mejor corredor ruso y el number one norteamericano, corrida en Moscú, el periódico Pravda, vocero del Partido Comunista de la URSS, cuyo título significa en ruso “verdad”, describía así el resultado de la competencia: “Nuestro representante ocupó un glorioso segundo puesto; el norteamericano a gatas llegó penúltimo.”
3) Excelentes en el sentido griego del término: que no necesita probar su virtud. Al estilo del filósofo finlandés Tikkanen, generalmente conocido como humorista, uno de cuyos aforismos reza: “Mi moral es tan, pero tan buena, que puedo hacer cualquier cosa sin que se dañe.”
4) La carga piadosa del modelo american siempre ha sido significativa, también off shore: la dictadura más sanguinaria de América, tomando en consideración la cantidad de muertos en relación con la población general, la de Guatemala en los recientes años ‘70 y ‘80, fue presidida por un pío miembro de una iglesia cristiana que tiene su cuartel general en los EE.UU.; asimismo, Fujimori ascendió al poder apoyándose en otra secta cristiana protestante.
5) Se habla de la “era del automóvil”, denominación precisa si las hay. El automóvil constituye una síntesis de la concepción ideológica en la cual se inscribe: un cierto protagonismo de la “gente como uno” (porque el automóvil fue pensado para minorías, para “inmensas minorías”, pero minorías al fin), una expansión de la autonomía individual —la sensación de dominio que otorga el volante—, una afirmación individualista y agresiva (reparemos que el auto ha tenido más parentesco con el tanque, acorazado, que con la bicicleta, despojada), un desprecio radical por las consecuencias ambientales devastadoras, algunas de las cuales se supieron desde muy temprano (década del ‘20), la atracción irresistible por la velocidad y, cada vez más, las consecuencias trágicas para los mismos usuarios (el automovilismo se ha constituido, en algunos países en diversos tramos etarios, en la principal causa de muerte).
6) No sólo capitales estadounidenses han ocupado muchísimos mercados cinematográficos locales luego de la destrucción de las viejas redes de distribución, desembarco que han hecho acompañando las exhibiciones con maíz acaramelado, coca-cola y sonrisas forzadas de los acomodadores, sino que es fundamental confrontar esta nueva invasión con lo que pasa dentro de EE.UU.: a los extranjeros les está vedado adquirir salas de cine. Un detalle más para desnudar el carácter político: durante 2 años desde EE.UU. se “brindò” al público ruso recién “liberado” películas gratis. Ahora el cine ruso está quebrado y las películas yanquis ya no son gratis…
7) Con ominosas referencias bíblicas.
8) Dicho esto, claro está, en general, y teniendo en cuenta que la generalidad, cuando hablamos de los habitantes de un país, rara vez excede de una minoría; cuando se alega, y con motivo, que los orientales tenemos una marcada conciencia del ridículo, no quiere decir que todos y cada uno de nosotros dependa de ese rasgo tan penoso, pero basta que, por ejemplo, un 10 o un 20 % lo tenga de modo fuerte y otro 10 o 20 % como modalidad débil, para que lo sintamos por doquier.
9) Un buen ejemplo de la falta de universalismo, de sus rasgos limitacionistas y en última instancia, del racismo del sistema político norteamericano es la política de aislamiento, vigente durante largos tramos de la primera mitad del s XX. Tan invocada como negada con la diplomacia cañonera. Para la mentalidad norteamericana dominante, esa política, sin embargo, conservó su coherencia: el aislamiento constituyó una política respecto de Europa, y de las potencias continentales con las que podía lidiar el poder norteamericano; las intervenciones a menudo violentas en que siguió incurriendo en ”el patio trasero” o en otras áreas del mundo, no violaban la política de aislamiento porque dichas intervenciones no pertenecían al orden de la política (de la “alta política”, la que se tramitaba entre caballeros) sino sencillamente al orden fáctico de las necesidades materiales (minerales, materias primas, mano de obra, etcétera).
10) “Las violaciones sistemáticas [a la libertad de información] después de la Segunda Guerra Mundial comenzaron el 24 de setiembre de 1951, cuando el presidente Truman ordenó a los departamentos y agencias federales que reservasen y retuviesen las noticias, tal como ya lo venían haciendo los departamentos de Estado y de Defensa, aplicando categorías de ‘reservado’, ‘muy secreto’, ‘secreto’, ‘confidencial’ y ‘restringido’. Bajo la presión de las organizaciones periodísticas, el presidente Eisenhower eliminó la categoría ‘restringido’, lo cual no tuvo mucho efecto ni sentido pues la de ‘reservado’ absorbía casi todo.” (Curtis McDougall, p. 61) [la anglificación de la lengua castellana que apenas expresa el avasallamiento cultural y político imperial ha llevado a popularizar la insensata expresión “clasificado” ─que en castellano significa otra cosa─ para traducir “classified” en lugar de nuestro “reservado”].
Referencias:
· Afanasiev, V., Fundamentos de filosofía, Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, s/f.
· Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo 3.Totalitarismo, Madrid, Alianza, 1982
· Baravelli, G. C., Le dernier rempart de l’esclavage, Roma, Società Editrice di “Novissima”, 1935.
· Bloom, Allan, The closing of American mind, s/d, 1987.
· Castoriadis, Cornelius, Devant la guerre, París, Fayard, 1981.
· Ciliga, Anton, El país del miedo y la gran mentira, s/d, 1934.
· Crisorio, Beatriz Carolina, “El problema de las nacionalidades en la ex-URSS”, Ciclos, n° 10, Buenos Aires, 1996.
· Chomsky, Noam, La quinta libertad, Barcelona, Crítica, 1988.
· Man kan inte mörda historien, Gotemburgo, Epsilon, 1995. [Hay traducción al castellano del libro de la cita, bajo los títulos Año 501: la conquista continúa. y El miedo a la democracia
· Edward Herman, The Political Economy of Human Rights, Boston, South End Press, 1979.
· Ebenstein, William, El totalitarismo, Buenos Aires, Paidós, 1965.
· Groethuysen, Bernhard, La formación de la conciencia burguesa en Francia durante el siglo XVIII, 1927.
· Hobsbawm, Eric, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, 1996.
· Iudin, P. F. y M. M. Rosenthal, Diccionario Filosófico, Montevideo, E.P.U., 1965
· MacDougall, Curtis, Reportaje interpretativo, México, Diana, 1983.
· Majaiski, Jan Wacklav, Le socialisme des intellectuels, París, Éditions du Seuil, 1979.
· Nef, John, EE.UU. y la civilización, Buenos Aires, Paidós, 1971.
· Packard, Vance, Los moldeadores de hombres, Buenos Aires, Crea/Huemul, 1980.
· Pittman, John, “Orígenes del mesianismo norteamericano”, Revista Internacional, Moscú, 1986 n° 3.
· Rizzi, Bruno, Da ‘il collettivismo burocratico’, 1939.
· Roll, Eric, Historia de las doctrinas económicas, México, FCE, 1955.
· Sabine, George, Historia de la teoría política, Madrid, FCE, 1994.
· San Martín, Rafael, Biografía del Tío Sam, Buenos Aires, Argonauta, 1988.
· Selser, Gregorio, Sandino, general de hombres libres, Buenos Aires, Editorial Abril, 1984.
· Skinner, Burrhus F., Bortom frihet och värdighet, Estocolmo, Norstedts, 1971 (hay edición en castellano, Más allá de la libertad y la dignidad, Barcelona, Salvat, 1987, de donde provienen los números de página citados).
· Thistlethwaite, Frank, El gran experimento, México, Editorial Letras, 1959.
· Tikkanen, Dagens Nyheter, Estocolmo, 1983
· Vaz Ferreira, Carlos, Lógica viva, Montevideo, 1910.
Editado por primera vez, Cuadernos de Marcha, nº 130, Montevideo, agosto 1997.
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